“¿Cuál es la palabra última para expresar la verdad?”
Y Joshúa respondió: “Sí”.
Introducción, introspección e internalización de mis sombras queridas
“Si robas tu sabiduría de un solo libro, eres un plagiario; si la robas de diez, un investigador; de cien, un experto; de mil un erudito“,
Tuit de Diego Moldes
(inspirado en palabras de Amos Oz)
El punto de partida de estas reflexiones y búsquedas podría hacer recordar aquella parábola de Husserl sobre la bailarina a la que se le retira un velo, dos velos, diez velos, pero que nunca está desnuda. No quiero significar con esto que nuestra búsqueda será inútil pero sí que, con tesón, trataremos de dibujar cuáles son los reclamos recíprocos que se ocultan detrás de las palabras, la ayuda encomiable de aquellos que han recorrido esa ruta y que, por analizarla mejor que yo, quiero que estén en estas páginas. El barón de Munchhausen sale de las arenas movedizas tirando de su propia coleta : yo no puedo hacerlo solo y por eso recurro a mis íconos amados, aquellos que no sólo tienen ojos abiertos a todo lo visible, sino que encuentran en sí dones memorables para ver lo invisible. Son ellos los que dicen lo que dicen, no para que los amemos más sino para acompañarnos en nuestra perplejidad. Por eso mis libros tienen tantos velos prestados y tanto salto de mata. Como diría un viejo amigo, escribo como brinca un canguro y en zigzag y paso de una impresión a otra con una ligereza de duende sediento. Creo que Kandinsky hablaba de algo semejante y lo llamaba “manchas a saltos”. Sólo los que padecen de manía clasificatoria podrán ver con desagrado este desarrollo, este modo híbrido de intentar decir lo que queremos decir, esta especie de ósmosis ininterrumpida ero salpicada de vacíos (como diría Argullol), desgajada frecuentemente en segmentos que a veces son sorprendentes. Estamos hablando en términos de Argullol de una geografía íntima. Es parte de la grandeza humana llevar a cabo asociaciones secundarias en las proximidades de sublimes creadores. Decir en mis textos Mahler o Schubert o van Gogh o Freud o Hugo von Hofmannsthal o Robert Musil o Norman Manea, no es sólo mención culturosa sino necesidad interior, pulsión de amor, mi punto de ebullición : es como dibujar una corchea. Claro que lo posible tiene a veces alturas imposibles o sueños inalcanzables, pero para eso estamos en la tierra. Yo no sé de una distancia respecto de mí mismo y de una capacidad de reflexión estrictamente racional que tampoco poseo. No me puedo detener al borde del camino para preguntarle al que descansa a su vera el camino apropiado. Respecto de esto, recuerdo un conductor de un Mercedes último modelo que al ver a un hombre sentado al borde del camino le pregunta: “¿Puede decirme dónde queda la gasolinera más cercana?” y el otro responde: “No lo sé”. Y el conductor insiste: “¿Sabe usted cuál es la manera de salir de aquí?” y el increpado responde: “No lo sé”. Cansado, el conductor pregunta: “¿Puede decirme cuál es la ciudad más cercana a nosotros?”, y el hombre responde: “No lo sé”. Entonces, el conductor ya azorado dice : “Usted no sabe nada de nada” y el hombre le responde; “Es verdad, pero yo no estoy perdido”. Aunque a veces perderse sea una forma del conocimiento.
Sabemos que la vida y el arte son ambiguos, pero no porque los creadores se diviertan buscando inconsistencias sino porque velan – verbo empleado por Magris– los valores y las pasiones en las que creen en medio de la incertidumbre cotidiana, de las contradicciones de los acontecimientos y la fragilidad psicológica del ser humano. Como dice Argullol, su lema es resistir, resistir ante la acechante anarquía de los sentimientos, ante el cerco de la muerte, ante el abismo que tentadoramente le reclama en su interior. Son héroes de la conciencia moral. Al final de “El proceso“, Kafka escribía: “La lógica es, sin dudas, inconmovible, pero no resiste a un hombre que quiere vivir”. Theodor Adorno, con su frecuente lucidez, decía: yo pienso con los oídos. O Góngora, con ese nivel metafórico que lo caracterizaba y hablando de un melómano: “rémora de sus pasos fue su oído”. El hombre nace incompleto, es el único animal que al nacer está inacabado, indefenso, por lo que debe crear su propio pensamiento, es decir, completar su consciencia del mundo, y para ello lo esencial es la introspección, la profundización en sí mismo. Y la introspección no puede existir sin salto de mata. No se trata de una estructura racional de la reflexión sino del intento de saber desde lo desconocido. Consciente de que el inconsciente es impredecible, como construir un arca de Noé sabiendo que es frágil y que puede hundirse en cualquier momento, pero que uno intenta – en la medida de sus limitaciones- salvar el mundo. Si me lo permiten, se trata justamente de un arca de Noé sui generis, un gran fresco de personas, citas, escorzos, anécdotas, instantáneas, caprichos súbitos y encuentros que se convierten – dentro de mis conocimientos- en un acta de una época que aún hoy moviliza nuestros pensamientos más cotidianos por su potencia cultural extraordinaria. En lo sustancial se trata de un cosmos expresionista y de un poner en entredicho la razón (fiel a mi formación psicoanalítica). Y para dar una imagen lo más cercana posible a mis intenciones necesito de esas “estrellas invitadas”, de íconos que brotan de mi adhesión al pensamiento lúcido. Se trata no de una receta infalible sino de la lealtad a ciertos interrogantes que siempre me han acompañado, como a tantos, y me han ayudado a levantar acta de mis interrogantes y perplejidades. Y si el hombre es el ser que se trasciende a sí mismo, mi búsqueda de trascendencia es ésta. Una búsqueda que muchas veces toma senderos inesperados pero siempre tratando de recorrer el pentagrama de mi vida, que muchas veces no tiene sentido, pero que intuimos que algo se oculta detrás de las apariencias de las cosas. Somos deficitarios porque siempre estamos pendientes de un enorme interrogante que frecuentemente se asemeja al vacío. Somos lo que nos falta ser, dice Alain Finkielkraut. Por eso el surgimiento de velos en los momentos más inesperados y los saltos de mata que brotan en el sendero. Lo que Spinoza llamaría “la fluctuación del alma”. Santiago Kovadloff – ese maestro- me recomienda llamar a este libro “Trama: el hechizo de las convergencias” : hermoso título. Converger para mí es tejer, hilar, recrear caminos, dibujar correspondencias, intentar establecer dichas correspondencias entre esos seres que hago confluir en una misma búsqueda. Wagner, Mahler, Schönberg, Weinberg, Strauss, Hugo von Hofmannsthal, Musil, Loos, Freud, Kraus, Broch, Klimt, Schiele y tantos otros, son los pivotes donde se fortalece mi fragilidad de pensamiento. Desde ellos y después de ellos ya no soy el que soy. Son mis necesarias sombras amadas. La Viena de la segunda mitad del siglo XIX presenció el ascenso de la burguesía austríaca, el auge y fracaso del liberalismo y la progresiva decadencia del imperio austrohúngaro. Fue en este contexto que se gestó uno de los períodos más álgidos de la historia de la cultura, con la ciudad danubiana como centro neurálgico. Esos fantasmas -esos reales prodigios “vieneses”- son los que me ponen el hombro y me sostienen, haciendo de mí un precipitado de identificaciones y en esa apropiación me siento sólido, justificado, lleno de sentido. “Fantasmas de identificación”, los llama Alain de Mijolla, aunque él se refiere a una terminología ortodoxamente psicoanalítica y lo mío es un estar en la frontera entre el psicoanálisis fragmentado y la concreta realidad de mi necesitado y anhelante mundo interno. Y quiero aclarar que he escrito “convergencias” con K porque esa letra recuerda simultáneamente a Kafka y a Kakania, a Kandinsky y a Korngold, a Klimt y a Kraus. De estructura aparentemente dispersa, esta búsqueda posee un hilo conductor que es el trasfondo sociopolítico y psicológico de las convergencias (konvergencias) culturales en un contexto a ratos exigente pero siempre seductor .No sé si a Dios se le han agotado las existencias pero, con él o sin él, necesito buscar un billete de entrada a ciertas respuestas, transitorias pero válidas. Quizá las distintas culturas den respuestas distintas, pero yo creo que en lo esencial debe haber una respuesta válida, una sola válida : la propia. Seguramente cada cultura tiene su centro de gravedad propio, pero algo me dice que el centro de gravedad en lo básico es uno solo. Y que siempre estás en situación de penúltimo. Mi bobe, mi abuela, me decía esa frase tan conocida: “soy atea por la gracia de Dios”. Quizá por eso Moisés no llegó a la Tierra Prometida. Por eso tuvo que atisbar su anhelo, su tierra prometida, desde la orilla ajena. Y por eso el que tuvo que decir “sí” fue Joshúa (Josué), su discípulo . Así de inmerecida fue la condena para quien había guiado al pueblo judío a su tierra, a la que nunca dejó de buscar, al ser que les señaló el sendero. Recuerdo aquel pensamiento de Walter Benjamin: “Cada segundo es la puerta abierta por la que puede entrar el Mesías”. Aceptar el muchas veces significado absurdo de la vida, y de todo lo que nos rodea, es una experiencia necesaria que no debe convertirse en un callejón sin salida, aunque -como dice Steiner– la civilización, lo sabemos ya, no conduce inevitablemente a la civilidad, como tampoco el humanismo a lo humano. Ya tengo casi 87 años y todos los días oigo que la muerte me dice: por ahora estás perdonado porque tengo la agenda completa. Los pietistas atacaban la música de Bach proclamando que esos cantos de sirena apartan de la meditación, adulterando el oro de la divina verdad – así decían- y arrojando las almas a ensueños perniciosos. Pero para el señor Juan Sebastián el simple hecho de hacer música y de cantar era un acto de fe. Ya sabemos quién tenía razón.
Y para ello la presencia de la imaginación es fundamental. Todas las construcciones del hombre son ficciones construidas gracias a su capacidad de imaginación. Siempre me ha fascinado que Claude Debussy compuso Iberia habiendo visitado una sola vez España y esa visita duró una sola noche en San Sebastián. El país que lo inspiró fue la España de su imaginación. Wagner, que inspiró su Tristán en su pasión por Mathilde Wesendonk y que las exaltadas palabras que le escribía en sus cartas se transformaron en magníficas y turbadoras armonías, expresión quizá de un deseo no saciado (como diría Freud), especie de sueño transportado al plano estético más que realidad de una experiencia vivida. Mathilde es, sin dudas, Isolda, pero una vez acabada la partitura quien existe es Isolda. Wagner dejará de pensar en Mathilde y acabará olvidándola rápidamente, tal es así que tiempo más tarde, no la reconoció en el Festival de Bayreuth. La mujer a la que había enviado la partitura definitiva, la mujer que suscitó el más turbador poema musical sobre el amor, la mujer a la que había escrito: “Deposito todo esto a tus pies con el fin de que estos bosquejos celebren al ángel que tan alto me ha transportado”, no era más que una coyuntural inspiración imaginaria velozmente dejada de lado. Un Arca de Noé de fantasmagorías. La vida, digo, no tiene sentido y el Arca es utópica y naufraga, pero da consistencia a la creación porque nos exigimos que la vida tenga un sentido, aunque no lo tenga. Es remontar la corriente con una frágil Arca de fantasía que necesitamos vitalmente para afrontar la realidad. Escribió Emmanuel Kant: “Incluso el mayor sabio tiene que reconocer aquí su ignorancia. La razón apaga en este punto sus antorchas y quedamos en la oscuridad. Sólo la imaginación prosigue errante, en medio de la oscuridad, forjando fantasmas”. Otro ejemplo conmovedor: cuando leemos el Quijote somos conscientes que Dulcinea del Toboso es, en realidad, Aldonza Lorenzo y el yelmo es simplemente un orinal. Pero el mundo no está completo ni es verdadero si no se va en busca de ese yelmo hechizado y esa beldad luminosa. Por eso esas inquietantes, conmovedoras y nostálgicas palabras de Sancho cuando el Caballero de la Triste Figura muere: “¿Y ahora, yo qué hago?”. Sancho sin Don Quijote se siente perdido y reclama nuevas fantasías quijotescas y aventuras encantadas. Sin forzar la reflexión se me ocurre pensar cómo muchas veces, a la salida de un concierto, estamos habitados de un cierto estado de plenitud que desprende un tufillo a vida eterna, como si algo hubiera sucedido que nos hubiera arrojado en otro universo donde no existe la finitud, aquello que no soy yo y me ilumina, aquello que ignoro y pregunto, aquello que me enseña a no esperar nada sólo lo inesperado, un saber que tiene forma de pentagrama, un saber que es murmullo e imaginación y que sustancialmente es una canción, un susurro o un grito, es decir un lied, aquello que devuelve al espíritu su más alta función: la de sorprender la salida del alma. Lo dice Juan Angel Vela del Campo, que tanto ama el lied: “Música de la poesía, poesía de la música, música callada, palabra desnuda. El arte verdadero no necesita nada más para manifestarse en su imperecedera presencia”.
Arnold Schónberg – uno de los protagonistas de estas páginas- proclamaba enfáticamente que la música no progresa ni regresa, sólo cambia. No se trata de romperlo todo sino de reorganizarlo desde una nueva mirada según las exigencias del momento histórico. La esperanza no nace -en la mayoría de los casos- de una visión del mundo optimista sino de la laceración de la existencia, vivida y padecida sin velos. A veces recuerdo aquella sentencia de Blaise Pascal: “Corremos despreocupadamente hacia el precipicio, una vez que hemos colocado ante él algo que nos impida verlo”. En esta búsqueda se destacan ciertas epifanías que insisten en mi memoria procurando un cierto perfil de mi identidad. Muchos de los protagonistas de estas páginas no se engañaron con velos sustitutivos sino que se arrojaron al precipicio con la misma honestidad y valentía con que el primer judío se arrojó sobre el Mar Rojo, consciente que detrás del decorado siempre hay abismo y que nuestros pasos acaban por pisar siempre encima de sus mismas huellas. Y que el mar no se abría por mágica decisión sino porque él se arrojara el primero. Y aunque lo que uno puede tratar de hacer en una búsqueda como ésta es, a lo sumo, tratar de precisar ciertas perplejidades, mis pasos siguen las de mis sombras queridas. Lo dice Kovadloff certeramente: “Lo cierto es que no busco ni propongo verdades cuyo relieve exceda su impacto sobre mi sensibilidad. Mis ideas no saben ser sino tanteos y conjeturas, vacilaciones en busca de alguna luz”. Y esa búsqueda -digo yo- necesita imperiosamente de la obstinación (pocos músicos tan tercos como Schönberg, quizá Beethoven) y que le hace decir: “Quizá algo he logrado pero no soy yo quien merece los honores por ello. Los honores deben darse a mis enemigos. Ellos fueron quienes realmente me ayudaron”. Al final de sus días, Schönberg reconoció la importancia de la hostilidad con la que tuvo que enfrentarse a lo largo de su carrera y diría: “Personalmente tengo la sensación como de haber caído en un océano de aguas hirvientes y sin saber cómo nadar o escapar de otra manera, haber tratado de hacer lo mejor que podía con manos y pies…sin rendirme nunca. ¿Cómo podría haberme rendido en medio de un océano? (…) Quizá fuera el deseo de deshacerme de esa pesadilla, de esa discordante tortura, de esas ideas ininteligibles, de esa locura metódica -y debo admitirlo, no eran malas gentes las que tenían esos sentimientos-, aunque nunca entendí qué les había hecho yo para conseguir que fueran tan maliciosos, tan iracundos, tan maledicentes, tan agresivos…”.
Schönberg será uno de los pivotes básicos de esta búsqueda, por su lealtad a sí mismo, por su obstinación en decir lo que sentía y necesitaba decir, por su fidelidad a una pertenencia conflictiva pero auténtica, por su amor a la música y a los músicos, y por su rigor docente enseñando a rebasar los límites de dicha música, por su conocimiento del mundo psicoanalítico (él como Freud supieron de una moral de la autenticidad, como diría Finkielkraut), en fin, por ser uno de los compositores – si no el más- odiado por su capacidad de trasgresión y quizá por su respeto a lo trasgredido, por ser el ícono de la música del siglo XX. “Mi música es como la de Beethoven pero con las corcheas cambiadas”, es una frase en paráfrasis que habitó mi adolescencia y mis interrogantes sobre el destino del pentagrama .En este ambiente, saturado de referencias a la Antigüedad clásica – escribe Eduard Cairol– , “es donde comprensiblemente se forja el psicoanálisis de Freud con sus abundantes remisiones a episodios y figuras extraídos de la Mitología antigua, o las arquitecturas de Adolf Loos y Otto Wagner, cuya obra aspira a dialogar con los grandes modelos de la Antigüedad, es en ese contexto, digo, donde destaca la figura de Hugo von Hofmannsthal, cuya obra entera parece girar alrededor del conflicto entre Tradición y Modernidad, lo que le convierte en el portavoz privilegiado del leit-motiv fundamental de la cultura del Fin de Siglo”. Y a la luz de ese conflicto “La carta a Lord Chandos” que ya abordaremos. Como abordaremos otros aspectos de aquella explosión finisecular que brotó un nuevo mundo y una nueva cultura desde el desconcierto y la desorientación y que el nazismo se encargó de destruir aunque no pudo matar, que pudo matar aunque no pudo destruir. Observarán en la lectura de este libro que algunas veces me reitero o regreso al punto de partida. Lo he dicho varias veces: les ruego que no tomen esta actitud como una simple tendencia a la locuacidad o a la autojustificación reiterada, sino más bien como nudos (que diría Ronald Laing) de una estructura en forma de red con la cual mi argumentación tiene más semejanza que la que podría tener con un desarrollo lineal. Esta búsqueda tiene ese riesgo (la reiteración) pero pretendo que cada vez se llegue a ella desde una mirada diferente, desde un perfil de variaciones sobre el tema central. Fernando Savater escribió alguna vez que no se desciende a lo esencial de forma gradual y escalonada sino merced a bruscas caídas, sobre cuyo abismo es imposible edificar ni organizar ninguna sólida construcción doctrinal. En mi caso esta definición es esencial. No soy un ideólogo ni un doctrinario ni un artesano del pensamiento: sólo un ser conjetural y capacitado, eso sí, para múltiples identificaciones. Y no es que cotidianamente me sienta inclinado a esas identificaciones (la consciencia quizá de la diferencia de talento con esos seres prodigiosos, capaces incluso de interpretar lo inexplicable, me lo impide) pero siempre he sido vulnerable a esa belleza o a ese pensamiento de seres privilegiados que intuyo o compruebo delante y detrás de las apariencias y -esto es confesión de parte – hago mías sus obras como si fuera el co-autor de tales prodigios, responsable de una ósmosis inexorable. No es la primera vez que confieso esta apropiación porque anímicamente vivo de ella..
Quiero aclarar que uso el término identificación en el sentido psicoanalítico (lo que Lacan llama “identificación imaginaria”), aunque quizá distorsionando su sentido original. Freud la define como un proceso por el cual el sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se transforma -total o parcialmente- sobre el modelo de éste. Mi identificación -en su sentido metafórico- posee algo ( inicialmente) de este mecanismo psicológico, matizando, claro, que no pasa por la fusión inconsciente sino por la admiración plenamente lúcida hacia el personaje citado. Él dice con sus palabras lo que yo hubiera querido decir con las mías. Él me enriquece. Y en ese sentido yo soy él, es decir, Zelig (¿recuerdan el personaje de Woody Allen, que adoptaba la apariencia de otro : cuando se mezcla con personas judías le crecen barbas y tirabuzones, cuando se mezcla con negros su piel cambia, cuando se mezcla con gordos es el más gordo de todos, y así sucesivamente?). Y es por eso que le pido ayuda y lo pongo a mi lado. Horacio Kohan -maestro y editor de mis libros- me dice siempre que un autor conocido no necesita usar epígrafes. Yo, autor desconocido, los necesito como el agua al sediento. Citar es mi manera de estar en la literatura. Salvando las diferencias, es lo que Hugo von Hofmannsthal dice en “El libro de los amigos” : “Lo plástico no nace de la contemplación sino de la identificación”. El sujeto debe ubicarse no sólo a través de su mirada sino desde un impulso (y un sentimiento) que se funda (o confunda) con lo admirado, sin disolverse en él. Naturalmente ésta es mi diferencia con Zelig : no me disuelvo en el personaje admirado sino que lo cito para completarme y enriquecer mi pensamiento. Como el primer judío arrojándose al mar. Entonces emergen correspondencias secretas que enriquecen nuestra sensibilidad y que hacen posible un mejor conocimiento. “Tocan cuerdas y arrancan armonías que han estado dormidas en nosotros”, escribe Hofmannsthal . Y aunque el señalamiento parezca caprichoso o arbitrario, soy un poco Zelig, un Zelig sui generis -quizá su revés del espejo- consciente de mis limitaciones. Con ello mi identidad no se borra : sólo se sublima. No soy un ser auto-devaluado sino consciente de la superioridad de dichos genios irrepetibles (en el film de Allen aparecen las figuras de Charles Chaplin, Susan Sontag o Saúl Bellow, éste uno de mis novelistas preferidos). Quizá eso me haga vivir muchas veces en un mundo entre comillas, pero es parte de mi vida. No sé si cabe decirlo así -o si el adjetivo existe-, pero soy un ser conmovible. No estoy nunca donde me encuentro (como dice Santiago Kovadloff) y eso me permite, por suerte, no sentirme unívoco ni domado.
He sido siempre un ser fascinado y casi incondicional de la Viena Fin de Siglo, me refiero, claro está, a la Viena del tránsito de siglo XIX al XX. En sus creadores aprendí a perdonarme por mi yo cada vez más escindido y fragmentario, reducido a una provisional y oscilante encrucijada de eventos y sensaciones. Los seres humanos nos consolamos con palabras, pero aquellos que necesitamos, además, de los sonidos, somos de la ralea de los que rezan en las catedrales sonoras como el Quijote, que hincamos la rodilla ante ese oxímoron que es la soledad sonora. Trataré modestamente de aunar ambas vocaciones. Por un lado la necesidad de que me acompañe Sancho Panza, pero con la ilusión del Caballero de la Triste Figura y su amor por las corcheas. Como dice Adam Zagajewski en su “Una leve exageración” : “Vivo de los atisbos de la vida con escasas excepciones y abarco los componentes fundamentales de una existencia más o menos regular, incluidos los tranvías y los trenes (aun cuando llegan con retraso), los quioscos de periódicos, las floristerías, las escuelas y las farmacias, allí donde se oculta algo diferente, algo para lo que no tenemos nombre, pero sin lo cual la cotidianidad se marchitaría, se encogería como una hoja de cuaderno arrojada a la hoguera”. El arte es nuestra mayor ayuda para creer en la vida, su fuerza más poderosa. Y en medio de los titubeos, indecisiones y retrocesos con que la vida cotidianamente nos señala, algo, un no sé qué (que decían Mozart y Da Ponte a través de Querubino) nos atrapa hasta sentir que debemos seguir, que el enigma tiene sentido, que se justifica persistir preguntando. Y eso hago, preguntar. Cuando en esta Viena que transitamos en estas páginas la agonía de un imperio coloreaba intensamente la vida cotidiana y a medida que la resistencia al deterioro se hacía cada vez más inútil, la música – el arte, en general- se transformaba en una religión, con su posibilidad de darle un último sentido a dicha existencia. Lo de “apocalipsis feliz” no era un simple rótulo sino una dualidad que signaba la finis Austriae, cumbre de las ideas y cumbre de la conciencia humana. Con autores como Mahler y Schönberg en música, Klimt y Schiele en pintura, Otto Wagner y Loos en arquitectura, Musil , Broch y Witggenstein en novela y lenguaje, Freud en la inquisición de la psiquis del ser humano, Kafka en la profecía de lo siniestro o de lo absurdo, nos introducimos en el reino de la resistencia y la ambivalencia, en el reino de la libertad, en el reino de la imaginación, para escudriñar los límites últimos del pensamiento, aunque, como escribe Adorno, “la composición concluye sin haber concluido”. Falto yo, con el modesto eco de mi voz expresando mi pequeñez y mi nostalgia. Todo aquello que cito me parece demasiado tentador como para prescindir de ello.
Por fin, y finalizando esta introducción, quiero hacer una última confesión: soy un fetichista asumido, seguidor de aquellos seres que – como he dicho- marcaron el derrotero afectivo de mi vida. Los que Jean Daniel, en un hermoso libro, llamó “los míos”, personas sin las cuales no seríamos lo que somos. Yo soy – como diría Argullol- un ladrón de palabras, gracias a lo cual tengo presencia y ánimo. A mí no sólo me importa lo que escribieron o compusieron o pintaron – esto, sin dudas- sino también los lugares que vivieron, las amistades que los acompañaron, las anécdotas significativas o triviales que los habitaron, su ropa, su idiosincrasia, sus fotografías. Uno no puede evitar la sospecha que bajo la experiencia civilizada de un turista cultural se oculta en mí un voyeurista coleccionista de asombros, no un coleccionista de imposibles sino un peregrino de lo posible, quizá de lo cotidiano. Pues lo soy. Rafael Argullol diría “un cazador de instantes”, o Adorno, “un cazador de palabras”. A mí me gusta tomar un café cortado en la misma mesa que lo hacía Don Antonio Machado en el Café Comercial de Madrid, fotografiarme abrazado al muñeco de Peter Altenberg en el Café Central de Viena o visitar la tumba de Gustav Mahler en el cementerio de Grinzing y poner una piedra, o releer la primera edición de los poemas de Hugo von Hofmannsthal a sus 17 años que compré en Viena cuando el poeta firmaba Loris y asombraba a los mayores y que guardo como una reliquia. En estos mismos momentos tengo un poster de Franz Kafka frente a mis ojos cuando dice que Praga lo tiene preso y no lo soltará y, claro, no dejo de revisitar Bergasse 19 en Viena donde Freud inicialó el psicoanáiisis o el Museo Schönberg con su hermosa explicitación de la figura del creador del dodecafonismo. En estas circunstancias no me siento un confuso o tramposo simulador de emociones, de una trama múltiple, sino un devoto hechizado, un ser sinceramente emocionado. No se trata de ningún ritual iniciático sino de la fascinación que produce una memoria agradecida. Mitteleuropa es hoy una caja fuerte, vacía, pero con una cerradura que desalienta a los ladrones deseosos de meter dentro quién sabe qué cosa. Quizá no hay en el presente nada que atrape el corazón y muerda el alma, libre de toda presunción de fe y de toda altivez ridícula, pero mi vida está allí. Tomo para estas palabras preliminares dos fetiches (dos arúspices) : Arnold Schönberg (del que ya he hablado algo) y Sigmund Freud. Notables revolucionarios dentro de sus respectivos espacios creadores -capaces de leer lo que nunca fue escrito, convencidos que conocer es poner al descubierto el territorio de la ignorancia, afirmando que la solución de un enigma es la apertura de nuevos e inéditos enigmas- abrieron insólitos caminos, fueron reconocidos como profetas, visionarios de otros mundos, y, como su antepasado Moisés, viajeros a una tierra prometida que no llegaron a habitar. Arte y filosofía tienen como misión encontrar una verdad: lo que no significa que la posean sino que la verdad es su horizonte. No se trata de clamar poseer lo que no se posee sino de vislumbrarlo en el horizonte. Ambos, Schönberg y Freud, debieron exilarse de un país que era el suyo y al que se sentían pertenecientes. Ambos, a su manera, compusieron un adagio para quien supiera escuchar. Entramos en el tiempo del mito, tiempo para el cual el pasado nunca está muerto. Su referencia más notable es Hugo von Hofmannsthal, porque hizo del pasado una referencia de redención o, naturalmente, Richard Wagner, que años antes y desde sus acordes cromáticos y geniales iniciaba la epopeya de la nueva música. Todos estos fetiches eran los herederos del pensamiento como interrogante. Siempre en estas circunstancias recuerdo aquella hermosa anécdota de Paul Valery: “Maestro, usted no parece elegido por las musas”, le dice una señora, y Valery responde con la voz más baja posible: “Tiene razón, señora, es que pertenezco a la poesía secreta”. Schönberg, Freud, Hofmannsthal, los citados, querían liberar al mundo de la frase hecha y crear la que aún no había sido dicha. Y eso sucedía, insisto, en Viena. Como escribe la aguda investigadora de la Mitteleuropa, Carmen Anisa: “En Viena todo parecía ocupar su lugar firme e inmutable. Nadie creía que se pudiera caer en la barbarie de una guerra y se confiaba en la fuerza aglutinadora de la tolerancia y la conciliación. Pero en la fe en el progreso como una religión, en los milagros de la ciencia y la técnica y en la seguridad como ideal de vida, una gran y peligrosa arrogancia. Porque aquel mundo de la seguridad era sólo un castillo de naipes” (las cursivas son palabras de Stefan Zweig). Carmen ratifica a Stefan Zweig: “Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan sólo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno: hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad”. Por eso les ruego que consideren esta búsqueda por la Viena finisecular y sus arúspices como extractos, fulguraciones, fragmentos de un pensamiento siempre penúltimo y nunca sólidamente conjuntado. Como una sucesión de lieders pero no del tipo monográfico del Winterreise de Schubert o los mahlerianos Kindertotenlieder y ni siquiera los lieders de Schönberg sobre El Libro de los jardines colgantes de Stefan George, sino algo más inorgánico, más fragmentario, más scherzo, y, naturalmente dentro de mis limitaciones y mis desconocimientos.
Dicho esto, arrojémonos a la turbulencia del mundo interno, esa turbulencia del vals (del que Weininger hablaba como un baile radicalmente fatalista, porque en un movimiento circular se llevaba en volandas al yo, que perdía así su soberanía abandonándose a una vertiginosa experiencia “sin meta ni sentido”). Esa turbulencia que en mi mundo interno adquiere meta y sentido cuando a través de él me identifico con los padres queridos, con aquellos seres admirables. Aquellos que transito y leo con fruición y recordando siempre aquel pensamiento de Karl Kraus: “¿De dónde saco el tiempo para no leer tantas cosas?”.
En el arte, el ser humano se contempla a sí mismo mirándose, se interroga a sí mismo interrogando, se reconoce a sí mismo indagando en el Otro. Todas las artes – dice Alain- son como espejos en los que el hombre conoce y reconoce algo de sí mismo que antes ignoraba. El mismo Alain (Émile Auguste Chartier) que diría “Nada tarda tanto como aquello que no se empieza”. Pero digo yo, ¿cómo empezar? si ya todo parece finalizado. Claro que el artista crea y yo “copio”, pero la reflexión vale. Siempre subsiste aquel pensamiento de Ronsard: “La muerte de un científico retrasa el desarrollo de la humanidad, la de un poeta la frustra”. Sin Gutenberg, tarde o temprano, hubiéramos tenido la imprenta, pero sin Antonio Machado ni una sola de sus coplas imperecederas. Sin Jonas Salk la vacuna antipoliomielítica se hubiera demorado un poco, pero sin Gustav Mahler su Novena sinfonía no hubiera existido y todos seríamos un poco más pobres. Los científicos nos hacen ganar tiempo. dice Comte-Sponville – pero los artistas nos lo hacen perder. Y nos salvan.