(Dedicado a Susi Mauer por sus estudios sobre la gemelidad)
“Una de las razones por la que no me apetece morirme es que ya no volveré a escuchar La canción de la tierra, ese ejemplo único de presente continuo más allá de la muerte que existe sin existir, que es eterno retorno, despedida indolora para quien comprende lo que ocurre”.
Jascha Horenstein
Pocas veces hemos hablado de Norman Lebrecht y no sé si es por desidia o ignorancia, pero hoy quiero reparar esa ausencia y darles siquiera un bosquejo de este cronista musical y novelista británico formado en la Universidad de Bar-Ilan en Israel, nacido en 1945, que se ha ganado el aprecio de todos por su buen hacer, su periodismo lúcido y su militancia en el mundo de la música como conocedor profundo (y cotilla : Luis Suñén dice de él: “crítico agudo y enterado de todo”) del mundo del pentagrama, y eso, como diría mi bobe, “pese a ser judío”. Ni qué decir que cuando el personal pueda ver el film -el conmovedor y fascinante film, postergado por el coronavirus – “La canción de los nombres olvidados“, basado en su novela “The song of de names” (“La canción de los nombres“), su “marca” de judío culto y sensible se instalará en las retinas y el corazón de muchos de manera indeleble. La película, filmada por François Girard – especialista en films sobre música clásica (autor de “El violín rojo” y “Sinfonía en soledad: un retrato de Glen Gould“) – y gracias a la pluma de Lebrecht, es un canto a la amistad, a la autenticidad y a la pertenencia, que llega a conmover profundamente y no creo que haya judío o no judío que pueda asistir a su proyección y quede indiferente ante tanta carga emocional. Y digo judío porque el nivel de conciliación y fraternidad del que da muestras el film, es testimonio explícito de un viejo anhelo mesiánico: una humanidad sensible y armónica. Porque este periodista muchas veces sarcástico, y que a veces roza la antipatía, es en realidad, un ser enamorado de la cultura, de esa cultura judía que tiene tantos rostros y tantas variedades según el espejo que la refleje. Norman Lebrecht se enorgullece de ser judío (lo ha dicho sin cortapisas) y es autor, entre otros, de un libro “Genio y ansiedad” – semejante en sus motivaciones al notable libro publicado en España por Diego Moldes (no judío) sobre el mismo tema (Cuando Einstein encontró a Kafka), es decir, testimoniar el alcance universal de la cultura y el pensamiento judíos. Queremos señalar -aunque no creo que tenga excesiva importancia- que el judaísmo de Lebrecht no tiene nada que ver con el patrimonio biológico porque él sabe “que no hay ADN judío”. Tampoco su judaísmo es opción religiosa (aunque en muchos momentos parecen surgir atisbos de religiosidad) . La mayoría de los judíos destacados de los que él habla no son religiosos ni creyentes ortodoxos ni miembros de un grupo autosuficiente o exclusivo, sino que, para su pensamiento, el judaísmo es, insisto, una cuestión de cultura, y como dice él mismo, de alta cultura. Su libro es un intento de demostrar cómo el aporte de la cultura judía y hecha por judíos “ha remodelado el mundo” en los últimos dos siglos. El libro comienza en la década de 1840 con un capítulo dedicado a Moisés Mendelssohn (no a Félix, como parecen creer algunos periodistas apresurados), Heinrich Heine, Karl Marx y Benjamin Disraeli. Según Lebrecht fueron “los judíos del avance”, los primeros en asumir una actitud contestataria, cualquiera fueren las objeciones que puedan surgir o las distintas interpretaciones de su presencia. Lebrecht recuerda, a raíz de esto, cuando Disraeli fue acusado en el Parlamento inglés como descendiente de los asesinos de Cristo, y respondió : “Sí, lo soy, soy judío, y cuando los antepasados del honorable caballero eran salvajes brutales en una isla desconocida, los míos eran sacerdotes en el templo de Salomón”. Este orgullo califica a Lebrecht y lo distingue transparentemente ante tanta ambigüedad identitaria y tanto cretinismo vestido de caftán. El libro recorre distintas clases de judíos y en su segunda parte incluye los judíos del siglo XX : Freud, Einstein, Trotzky, Kafka, Wittgenstein y la preclara presencia de un judío como Arnold Schönberg, un teórico encendido de la unificación del pueblo judío, y, además (una palabra que merecería formar parte del lenguaje de los judíos), la presencia de Leonard Bernstein, nuestro querido Lenny, que ha llevado la música a la conciencia de la humanidad a partir de su amor por los pentagramas de Gustav Mahler, de quien fue un irremplazable intérprete. En un momento en que la crisis despertada por el koronavirus ha postergado dos de los momentos más esperados por los amantes del arte: “La pasajera“, ópera de Moisés Weinberg (en nuestro Teatro Real) y el estreno del film comentado, debemos esperar con ilusión que, una vez pasado el temporal, podamos gozar de tales deslumbrantes y emocionantes testimonios. El primero, a través de una historia perversa entre una reclusa y una funcionaria nazi que muestra el Holocausto desde una mirada distinta y original; el segundo, es- como dice Girard- “una historia íntima sobre dos hermanos, en la que el trasfondo del Holocausto y la memoria de los desaparecidos emergen (…) pero en realidad, es una película sobre la música”. Lo que sí es cierto, digo yo, es que es un film parido en la música, y a la vez, prueba que muchas veces uno más uno es uno o “la mitad de la palabra pertenece a quien habla, la otra mitad a quien escucha” (aquello de Shimon Peres: “uno es menos que uno, dos es más que dos”). Dice Lebrecht: “Pensé, ¿qué ocurriría si un hombre está tan estrechamente vinculado a otra persona que tienen una relación casi simbiótica y esa persona desaparece repentinamente? ¿Cómo continúa tu vida con un ser que sólo funciona a la mitad? ¿Puedes perder una parte de ti y dedicar toda tu vida a buscarla?”. Es aquí donde pensé en Susi Mauer. Recuerdo en este momento esos versos de don Antonio Machado: “El Dios que todos llevamos / el Dios que todos hacemos / el Dios que todos buscamos / y que nunca encontraremos”. La búsqueda del film es intensa y obsesiva pero la respuesta existe aunque lleve una vida saberlo. Ésa es la conmoción que el film y la ópera despiertan. Debo señalar que Lebrecht es autor de un libro titulado “El mito del maestro” sobre los directores de orquesta (reacción en masa contra la opresión de un liderazgo ineficaz) y del que se vendieron 250.000 ejemplares en 17 idiomas, más que cualquier libro de música clásica de los últimos tiempos. Lebrecht – con su inclinación al énfasis- asegura que para escribir este libro leyó la nada despreciable cantidad 400 otros libros sobre el tema. Lo que sí es cierto es que leyéndolo, un lector culto, rescata las influencias de la psicología y la sociología aplicadas al ámbito de la práctica musical. Un además más: la lectura de su libro “¿Por qué Mahler?” es extraordinariamente interesante y habitado de una erudición y un tono ameno que lo hacen fascinante y difícil de abandonar en sus casi 400 páginas.
Por todo lo dicho (y lo que el espacio asignado me impide decir) espero haber reparado la ausencia de Norman Lebrecht en estas páginas, Y lo digo no sólo con alivio sino con alegría.
Arnoldo Liberman