Los judíos y la música, por Arnoldo Liberman

          “Quizá os satisfaga privar a los judíos de sus derechos civiles. Entonces, ciertamente, os libraréis de Einstein, de Mahler, de mí y de muchos más. Pero hay una cosa segura: no podrán exterminar a aquellos elementos más duros gracias a cuya resistencia los judíos se han mantenido durante siglos por sí solos contra toda la humanidad”.

Arnold Schönberg

(fragmento de carta a Vassily Kandinsky

¡escrita en 1923!, ante la actitud de la

Bauhaus de considerar a los judíos como

indeseables)

 

“Hemos sido elegidos para soportar el sufrimiento, para rozar el exterminio, pero para ser siempre preservados”.

Arnold Schönberg

 

« Du Wort, du Wort das mir fehlt » , un grito que resume el drama judío del lenguaje. Tú, palabra, tú, palabra que me faltas. Pues la transgresión en los sentidos esenciales del sentido en las barreras del habla – en el Tractatus de Wittgenstein, el silencio fatal de las sirenas de Kafka-, cada uno de estos momentos cardinales está enraizado en un judaísmo trágico. La vuelta al redil nunca efectuada pero siempre inminente, donde aún no hemos estado nunca. Es así como imagino lo mesiánico”.

George Steiner

(Los logócratas)

 

“Mi judaísmo es en todas partes una piedra contra la que tropiezan en el último minuto los que quieren hacerme un contrato”

Gustav Mahler

 

“Del mismo modo en que el sujeto degrada su existencia cuando se consagra al olvido de su verdad, la civilización hace lo propio cuando aniquila su memoria”.

Gustavo Dessal

Siempre me ha obsesionado un interrogante respecto de la música y los judíos. ¿Existe alguna vinculación “misteriosa”, “un no sé qué” (como diría Sigmund Freud,  o como refiriéndose al amor, dice el Querubino de Mozarrt), entre los pentagramas y la sensibilidad de nuestro pueblo? ¿Existen convincentes explicaciones sobre esa relación permanente y destacada? ¿Qué hace que sea tan estable esa correspondencia, esa frecuentación, esa cuasi reciprocidad, ese vínculo obsesivo?  Y aunque es cierto que en otras disciplinas del arte y el pensamiento la presencia judía es también estadísticamente significativa, creo que es en la música –sobre todo en la interpretación musical- donde este fenómeno sociológico y estético se da en su máxima expresión. Amos Oz, el gran escritor israelí decía siempre: “Si hubiera podido ser músico no hubiera escrito libros. Pero no sé tocar ningún instrumento ni siquiera puedo cantar porque siempre me salgo de tono: soy un músico profundamente frustrado. Mi único instrumento musical es la palabra. E intento siempre escribir musicalmente”.

Intentemos algunas reflexiones aproximativas y ténganme un poquito de paciencia si suenan no fáciles de aprehender. Es como aquel cuento de Borges en el que un ciego ayuda a cruzar la calle a otro ciego que no sabe que quien le ayuda tampoco puede ver. 

Todos sabemos bien que la característica más notable de la música surge de la manera en que los pentagramas organizan su dimensión primaria, y esa dimensión primaria es, esencialmente, el sentido del tiempo. Lo dice Krimov, uno de los personajes de la notable novela “Vida y destino” de Vasili Grossman: “La música parecía haber despertado en él el sentido del tiempo”. Schönberg llamaba a la música “la voz del tiempo”. Franz Rosenzweig llamaba al judío en aquellos años “el habitante del tiempo”, aquel que ha renunciado a la tierra del arraigo para volverse habitante eterno del tiempo. Es importante señalar que esta opción por el tiempo está ligado a la experiencia de la eternidad y a la experiencia de la promesa, de la promesa hecha en el tiempo de la revelación que también es, en tanto tal, tiempo de la redención. El exilio se transforma entonces en una ausencia que, lejos de borrar la memoria de lo perdido, permite con su reactualización permanente que el judío reformule el significado de dicha carencia. Como dice Alejandro Martínez Rodríguez en Débats, para el judío el tiempo era nómada y, por otro lado, es cierto que el pueblo judío sueña (o soñaba) con una tierra prometida, con un ocaso teleológico donde su diáspora se cierre: un aliento mesiánico recorre toda su autopercepción. Pero eso sólo consagra la espera como estado fundamental del judío: una espera correlativa al tiempo diáspórico. Mientras espera, el judío “siempre y nunca está en casa”,  porque “siempre y nunca está partiendo”. Aunque, como escribió Bertold Brecht: “Me parezco al que llevaba el ladrillo consigo para mostrar al mundo cómo era su casa”.

Franz Rosenzweig escribe en La estrella de la redención que la creación une el mundo a Dios, la revelación permite que el ser humano sea orientado por la palabra divina y la redención le da como tarea la salvación del mundo, esencialmente por medio del amor. Y esto será fundamental para comprender la concepción de la historia de Rosenzweig, de Walter Benjamin, de Gershon Scholem, de Martín Buber, aquello de que “en la meta está el origen” y que deberá ser tema de otro momento. Raquel Vernhagen, esa asimilada que no podía dejar de ser judía, estudiada por Hannah Arendt, es un ejemplo de esa vuelta al origen. Dice poco antes de morir: “¡Qué historia! Una refugiada de Egipto y Palestina soy aquí. Con entusiasmo sublime pienso en lo que fueron mis orígenes, en todo ese eslabonamiento del destino por el que los más viejos recuerdos del género humano enlazan con el estado de cosas más reciente y que salva las más grandes distancias entre tiempo y espacio. Lo que en mi vida fue durante tanto tiempo la mayor vergüenza, la pena y la infelicidad más amargas, haber nacido judía, no quisiera ahora que me faltara por nada en el mundo”.

No tengo tiempo (tiempo real) de comentar cuántas similitudes en la interpretación del sentido del tiempo hay entre varios pensadores judíos, desde Walter Benjamin a Emmanuel Levinas, pero sólo quiero decir que el tiempo presente es para ellos la conjunción de todos los tiempos, y allí el instante toma especial significación. Lo que podríamos llamar la eternidad del instante. Javier Marías dice en un artículo del diario El País: “un minuto son sesenta segundos pero todos sabemos que un minuto puede ser eterno”. En ese instante la revelación puede ser absoluta y puede estremecer como una reverberación pasajera, una justificación última y rauda del misterio que a todos nos habita, ese momento que es todos los momentos, ese instante furtivo y eterno, efímero y perpetuo. Franz Rosenzweig lo dice así: “Que cada instante puede ser el último es lo que lo hace eterno”. O como lo dice Walter Benjamin:”Para los judíos cada instante era la puerta por donde podía entrar el Mesías”.

También sabemos que si hay un pueblo que tiene con el tiempo una relación umbilical, ése es el pueblo judío. Si hay algo que aproxima la estructura de la música a un pueblo, estoy convencido que es justamente el sentido del tiempo –expresión de todo tiempo- y es allí donde el pueblo judío se encuentra privilegiadamente con la música.  Por razones largamente históricas y seguramente conocidas por el oyente, el sentido de lo temporal en el pueblo judío tiene especial singularidad. “Lo judío no se define como judío en virtud del lugar que ocupa sino de la espera en que consiste”, dice Santiago Kovadloff. En el primero de sus aspectos, signado por esa  manera judía de vivir el tiempo, especialmente en relación con la idea mesiánica  -el judaísmo entiende lo eterno desde la temporalidad como espera-  y, en el segundo aspecto, marcado simultáneamente en la piel por la empecinada lucha por sobrevivir pese a todas las humillaciones y persecuciones históricas.  Juan Benet, escritor español, en su novela Volverás a Región, narra lo siguiente: “Ella decía que sabía distinguir el ruido de un carruaje antes, incluso, de que los perros se pusieran a ladrar, porque durante media vida no había hecho sino acostumbrar el oído a lo que pudiera venir”. Esta narración siempre me pareció una metáfora válida de la sensibilidad judía nacida de su historia como pueblo y de lo que Walter Benjamin (y Reyes Mate y Juan Mayorga) llamó “los avisadores del fuego”. Ambos aspectos (espera mesiánica e hipersensibilizada intuición histórica)  se entrelazan, inequívocamente, en la búsqueda de una respuesta a nuestros interrogantes. Si algo va a caracterizar la experiencia del judaísmo a lo largo de la historia, será la tensión entre tiempo y espacio, que se resolverá, hasta la llegada del Estado de Israel, a favor del tiempo. Quizá –no lo sé- en el Estado de Israel el tiempo comienza a ser lineal, cronológico, para los judíos, pero en su historia diaspórica el tiempo lineal se hace añicos y lo que vale es la idea de la actualidad del tiempo. Eso hace, entre tantas cosas, que una página del Talmud, es decir del pasado, tenga tanta vigencia contemporánea y significación futura, como la reinterpretación de la reinterpretación y así sucesivamente. Los judíos vivimos en el ámbito de una pregunta que nunca se clausura. Y esa pregunta está en lo que llamo la eternidad del instante, algo que llena el instante presente y lo hace eterno. Escribe Moshé Idel en su libro Cábala y nuevas perspectivas: “El rollo de la Torá está escrito sin vocales para permitir que el hombre lo interpreta como él lo desee”.

Comúnmente tiempo se definía entre los griegos como “tiempo de la vida” o “duración de la vida”, pero el significado más originario de tiempo –según Emile Benveniste– es “fuerza de vida” o “fuente de vitalidad” o -como decía Spinoza- “fuerza de existir”, cosa que se adapta más a la historia de los judíos. Pensadores y escritores notables como Schopenhauer, Nietzsche o Thomas Mann (todos ellos preocupados del tema judío y griego) hicieron de la vitalidad el núcleo de su pensamiento en estricta relación con la música y el tiempo. La diferencia sustancial es que mientras los griegos concebían el tiempo en función de un presente, los judíos lo concebían en función de un futuro. El mismo Rosenzweig, el autor de “La estrella de la redención”, señala que mientras para los cristianos el tiempo se vuelve lineal, una suerte de sucesión en el que el pasado, el presente y el futuro se ofrecen como continuidades en despliegue hacia el Día del Juicio, en la perspectiva judía el tiempo es movilidad entrelazada, retorno y expansión, camino hacia delante y hacia atrás, restauración y promesa, antigüedad y novedad, pasado en el futuro e instante que se fuga del presente hacia las fronteras de la eternidad, un presente tan esencial y pleno como paradójica y perfectamente volátil, un sonido que recién estuvo y ya no está pero que queda. Aristóteles mismo hablaba de un tiempo como la eterna distensión de un ahora nunca definitivamente aprehensible porque siempre tiene un pasado que acaba de suceder y un futuro que enseguida sucederá, pero esto sigue siendo sucesión. El tiempo para el judío es una dimensión de espera y promesa en la que se confunden los signos de ayer de hoy y de mañana –reitero, el tiempo es, para el judío, la eternidad del instante- por eso el pensamiento judío no sabe de certezas absolutas. Un querido amigo, Yoshúa Faigón, me decía siempre –recordando el Talmud- que no soy yo el encargado de terminar la obra, pero eso no te libra de comenzarla. Lo que no me decía es que la promesa mesiánica de terminar la obra –esa incesante postergación- es parte inherente a la condición judía. Nuestra historia no es finalista. Para mí no hay un plan final que detenga la historia en un determinado instante a través del cumplimiento de una promesa que dicen, se cumplirá inexorablemente. Reiteran que aunque la historia sea laberíntica y tenga momentos inquietantes, el contrato está firmado de una vez y para siempre y tiene que realizarse. Mi posición  -y claro que no sólo mía- es que la vulnerabilidad, la debilidad, la fragilidad, hace que nos preguntemos qué sucede allí donde la intemperie, la orfandad, la arbitrariedad histórica, se convierten no en un punto de cierre o de clausura –como dice Forster- en un desvanecimiento de las expectativas, sino que son, paradójicamente, el punto exacto en el que es posible habitar la vida y la historia desde otro lugar. Marcel Proust decía: “El verdadero acto de descubrimiento no consiste en encontrar nuevas tierras sino en ver con otros ojos”. Además, ya sabemos que en el judaísmo no existe el principio de contradicción: una cosa puede convivir con su contraria. Quizá esto tenga algo que ver con que los judíos adquirieron más fecundamente que otros pueblos su capacidad de entender la abstracción. Es decir, que cuando se prohibió adorar y construir imágenes, el pueblo judío se vió obligado a hablar con un Dios que no se ve ni se toca: una pura imaginería que desarrolló necesariamente su capacidad de abstracción. ¿Y qué más abstracto que la música, ese enigma evanescente?

Desde los primeros siglos, los judíos concibieron el tiempo como una serie de “percepciones temporales” en forma de “latidos”, interiorizando de esta manera el tiempo y convirtiéndolo en “duración” y “temporalidad”. Muchos siglos más tarde, Henri Bergson –filósofo judío- insistiría en este concepto de duración, que distingue, según él, el tiempo verdadero del tiempo falsificado y espacializado. Escribe el filósofo: “La duración pura es la forma que toma la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro yo se abandona al vivir, cuando se abstiene de establecer una separación entre su estado presente y los estados anteriores, organizados como cuando recordamos fundidas, por así decirlo, las notas de una melodía”. Señalo solamente algo más: para Bergson no hay cosas hechas sino solo cosas que se hacen, un puro devenir, es decir, el tiempo tal cual, como ha sido definida la música. Ese devenir, ese estar siempre siendo, hace que no haya posibilidades de detener el objeto dentro de determinados límites, el objeto se mueve sin cesar, cada instante trae al otro, se forma, se deforma, se transforma. La música, pues, sufre cambios de paradigma. Otros hablan de un tiempo real mediante la negación del tiempo de los relojes. Según Susanne Langer la emoción es el significado de la música: es una representación de la cualidad emocional del tiempo vivido subjetivamente y transformado en audible. Cuando se escucha música es ése el único tiempo que existe en nuestro mundo interno. Es música que inmediatamente viene y va más allá de sí misma, al era y al será, siempre distintos, aunque siempre presencia simultánea del sonido del sentimiento. Por eso decía Luciano Berio que todas las formas de hacer, escuchar o incluso hablar de música son válidas a su manera. Cuando la música tiene suficiente complejidad y profundidad semántica puede plantearse y entenderse de varias maneras. Cuando más elaborada y compleja es una música mayor es el número de significados que se pueden ramificar.

Por otro lado, como dicen los sabios, lo judío es mucho más auditivo que visual, así el Dios de la Torah se revela hablando (en el principio fue el Verbo, como dice El Nuevo Testamento), pronunciando la Ley, porque la imagen está prohibida (no harás otras imágenes ante mi faz) para neutralizar los engaños de lo imaginario. Y, como me dice Diana Sperling en un mail, la posibilidad de simbolización, necesaria para comprender la Ley, exige la ausencia, la falta de lo visual. “El judaísmo prohibe la imagen, como advirtiendo acerca de los desvíos que puede acarrear una excesiva confianza en lo visible”, escribe la pensadora judeoargentina. Quizá ampliando caprichosamente este concepto de desconfianza de lo visible, podríamos pensar que la música ha sido para el judío un espacio de refugio y expresión donde, por no existir lo visible, no hay peligro ninguno, donde aquello que se oye y no tiene presencia corporal es esencialmente tranquilizador, donde no existe nada que pueda hacernos sentir ajenos, extraños o discriminados, donde ninguna amenaza es posible ni ningún sonido siniestro, provocador o intimidatorio. Edmond Jabés señala el desierto como el ámbito privilegiado de esa capacidad de los judíos para escuchar, pero también el espacio donde se revela la insustancialidad de toda imagen, es un lugar habitado por voces que, como dice el poeta, “ninguna imagen puede fijar, bloquear o comprender” (pensamiento que hará suyo el Moisés de Arnold Schönberg: el culto del espíritu por sobre la proclividad iconográfica, el vértigo de la imagen que tiene atrapada a nuestra sociedad reemplazada por la comunión con la palabra).

Quizá sean éstas algunas de las razones que caracterizan la portentosa contribución del pueblo judío a la interpretación musical. Todos conocemos la casi infinita lista de intérpretes judíos que han circulado y circulan en el mundo de los pentagramas. Y no digamos nada, reitero, de la música de Arnold Schönberg y de su influencia manifiesta sobre la Segunda Escuela de Viena y todo el siglo XX  (Bernstein, Messiaen, Hindemith, Glass, Cage, Boulez y hasta el mismo Gershwin).

Muchos pensadores han adjudicado esa singularidad  a que los acontecimientos han hecho del pueblo judío una movilidad histórica, un  pueblo en movimiento, ese espíritu de dinámica andante que hace de Israel –dice Vladimir Jankélévitch– “el portador privilegiado de la contradicción humana. Un no sé qué definido e indefinible se expresa en este problema irritante, sin cesar resuelto, sin cesar renaciente, y, por resumir, especialmente equívoco”. Y agrega el pensador judío: “De aquí proviene quizá el espíritu de movilidad del que Israel es el portador. El movimiento es la única solución a la tensión interior, igual como el devenir, que es nuestra vocación, resuelve la contradicción del ser y el no ser, el hombre se convierte en estos opuestos que él no puede ser simultáneamente” (La conciencia hebraica. 1986). Obsérvese la reflexión: el hombre se convierte en estos opuestos. Leyendo las páginas de este filósofo verificamos que en ellas se privilegia un aspecto concreto del judaísmo, la diáspora, en una de cuyas vertientes se encuentran el dolor y la persecución, pero en la otra una fecunda y terca inquietud creadora (pensamiento que también ha sostenido el pensador judío George Steiner). Esta dualidad, este ir y venir del movimiento del pueblo judío, esa dualidad que tiende un arco entre la Diáspora histórica y la existencia actual del Estado de Israel, y otro arco entre el sufrimiento milenario y la creatividad, “no es – dice Jánkélévitch- un callejón sin salida desesperante, sino que es una polaridad vivificante que electriza la conciencia judía”. Y agrega nuestro pensador con especial énfasis en las complejidades de dicha divalencia: “La situación existencial del judío es inquietante, cuando no trágica, es un impulso a buscar siempre en otro lugar, más allá .Hay una perplejidad infinita que no comporta ni fin ni solución. Yo no conozco como realizar en mí mismo la síntesis de las contradicciones: la conciliación hegeliana tiene para nosotros poco atractivo. Nuestra perplejidad durará hasta el fin de los tiempos, que no tienen fin”. Schönberg es un ejemplo excepcional de esa perplejidad, de esta ambivalencia ante el destino judío: su obra compositiva cabalga sobre dos vertientes, una racional,  donde la lógica de la composición musical configura las corcheas; otra se fundamenta –según palabras del propio músico- “en el impulso de un muelle interior” y ese impulso nace, según él, de una compulsión inconsciente. “Estoy seguro –afirma Schönberg- que una mente ejercitada en la lógica musical no yerra, aunque no sea consciente de todo lo que hace”. Hay pues una verdad objetiva y otra subjetiva y de allí nace la obra. Esta ambivalencia o divalencia es sustrato mismo de la vida de aquellos judíos que habitaban el Imperio Austrohúngaro. Naturalmente que la ambivalencia no es privativa del alma judía, pero sí es cierto que la historia de los judíos estuvo signada en sus dificultades de adaptación por el entorno antisemita y sus propias perplejidades respecto de la identidad. Sentirse un extraño, sentirse “ciudadano de segunda”, es tener negado el lujo de olvidarse de uno mismo. La otredad, la extrañeza, hace de los seres humanos, de los judíos en este caso, un paria en el peor de los casos o un inferior en el mejor. Este diagnóstico no puede eliminarse –así lo ha probado la historia humana- con un proceso de adaptación y aprendizaje, de renuncia a una vertiente de la identidad. Tal actitud está condenada al fracaso. Bajo la máscara o el disfraz el judío siempre es descubierto en su pertenencia primitiva: su rostro verdadero asoma entre los afeites de la mentira. La impostura no tiene pasaporte: sólo ingenuidad.

Hannah Arendt cuenta la historia de un soldado judío que tras cruzar el Rin huyendo de Hitler decía: “Hemos sido buenos alemanes en Alemania. Por lo tanto seremos buenos franceses en Francia”. Fue ovacionado con toda seriedad por sus compañeros de destino. “Nadie rió”, comenta Arendt. Ustedes saben que la definición de marrano es aquel que es hombre en la calle y judío en su casa. Marthe Robert lo dice así: “En su hogar, los jóvenes judíos de Praga vivían, pensaban y escribían como alemanes que aparentemente se asemejaban a otros alemanes, pero fuera de su vecindario, nadie se engañaba; los “otros” los reconocían de inmediato debido a sus rostros o sus modales o sus acentos. Estaban asimilados, fuera de duda, pero sólo en la estricta área de su germanismo adoptivo o, aún mejor, estaban asimilados a su propio desarraigo”. Se alejaban del mundo que dejaban atrás pero no se acercaban al mundo de enfrente, al que deseaban pertenecer. Kafka es un ejemplo singular de esto. Decía: “Estamos atrapados incómodamente entre una comunidad judía que nos cobija pero a la que nunca retornaremos y una sociedad occidental que jamás nos aceptará por completo”. El billete de entrada a una vida distinta y plena era un imposible ansiado, marcado por el estigma de la alteridad. Y ese rechazo nacía de aquellos mismos que le reprochaban no insertarse en la sociedad global. Los antisemitas denunciaban la máscara que cubría la cara del asimilado. “Desgraciadamente para el judío alemán su máscara era su única verdad”, dice Bruno Bettelheim. Naturalmente esa máscara (el ocultamiento de su origen judío) implicaba el derecho de los anfitriones a definir las normas y el código con que debían actuar, código que debía asimilarse con absoluta seriedad y diligencia y lograr un dominio impecable en su aplicación. Se ha subrayado que muchísimos judíos asimilados se convirtieron en reconocidos maestros de las artes escénicas. “Su  talento para el mimetismo era tan extraordinario que llegaba a molestar”, dice Zigmunt Bauman. El proceso de la asimilación judía fue una tragedia más que un gozoso y edificante cuento moral. La violencia de su final, las cámaras de gases y los hornos crematorios, remataron dicho proceso. Los judíos no tenían derecho a existir aunque quisieran cambiar de abrigo (como dijo Mahler), no podían dejar de ser ellos mismos, decidieran o no serlo. Su pecado era vivir. Renunciaban a sí mismos por una certeza pero esa garantía era papel mojado. Lo dijo Arthur Schnitzler proféticamente: “¿Quiénes crearon el movimiento nacionalista alemán en Austria? Los judíos. ¿Quiénes dejaron a los judíos en la estacada y ciertamente los despreciaron como a perros?  Los nacionalistas austroalemanes. Y lo mismo va a suceder con los socialistas y los comunistas. Cuando la cena esté por servirse, te expulsarán de la mesa”.

Existe una carta de Arnold Schönberg a Gustav Mahler (como ustedes saben notable compositor y gran director de orquesta) – exiliado en EEUU a raíz del antisemitismo vienés- que revela la ambivalencia esencial con la que vivían. Es del 5 de julio de 1910: “Y ahora mi deseo para su quincuagésimo cumpleaños es que usted pueda volver pronto a nuestra odiada y amada Viena. Y que se sienta usted inclinado a dirigir aquí pero no lo haga porque esta canalla no se lo merece, o que no sienta usted ninguna inclinación a hacerlo, pero lo haga, para nuestra alegría, porque quizá lo merecemos”. Me imagino la actitud de muchos judíos que rechazarían esta ambivalencia y propugnarían el encuentro de todo el pueblo judío en el Estado de Israel, uno de los fundamentos del sionismo político. Pero un hipotético retorno de todos los judíos a Israel sería considerado por Jankélévitch (y por Steiner) como el fin del judaísmo, o mejor dicho, el fin de ese dimorfismo histórico, de esa estructura bipolar, de esa dualidad del que emerge la creadora tensión que ha caracterizado la producción judía. “La llegada de una normalidad en la historia que borraría la diferencia judía, escribe Enrico Fubini, no es admisible para pensadores como Jankélévitch”. Como no lo es para pensadores como Walter Benjamin, Theodor Adorno o músicos como Arnold Schönberg, pese a sus contradicciones evidentes. Recomiendo la lectura de “La extinción de la diáspora“. el notable libro de Santiago Kovadloff, que transmite la posición de un intelectual judeo-argentino ante esta problemática.

Arnold_Schoenberg_la_1948

 

Tomemos un último ejemplo en la figura de Arnold Schönberg,  pero oigan antes de epígrafe este pensamiento de dicho músico: “El arte es el grito de socorro de quienes experimentan en sí mismos el destino humano”.

Schönberg, en mayo de 1933, año que sube Hitler al poder, abandona Alemania junto a su mujer y su hija. El presidente de la Academia Prusiana de las Artes anuncia la eliminación de toda influencia judía en el seno de la institución de la cual Schönberg era el profesor más destacado.

Previamente, ya en 1922, Schönberg había tenido su primera colisión frontal con el antisemitismo de la posguerra. Aquel verano había ido a Mattsee, cerca de Salzburg, para pasar unas “vacaciones a lo Mahler” y le habían negado alojamiento porque, como se decía educadamente, los judíos eran unerwünscht (indeseables). “Tuve que anular mi primer verano de trabajo en cinco años, abandonar el lugar en el que esperaba encontrar paz para trabajar; después fui incapaz de recobrar la paz mental”. Diría días más tarde: “La lección que me han forzado a aprender este año y que no olvidaré jamás es que no soy alemán, no soy europeo, en realidad casi no soy un ser humano, sino que soy un judío”. Vassily Kandinsky, que había colaborado a establecer la Escuela de Diseño de la Bauhaus en Weimar, le escribió en la primavera de 1923 proponiéndole que se incorporara a la facultad como docente. Pero le daba a entender que aunque los judíos en general eran también “indeseables” en la Bauhaus, en su caso harían una excepción. La respuesta de Schönberg fue una apasionada protesta contra lo que él consideraba el colmo de la desfachatez, aquella ola creciente de intolerancia cuyas consecuencias finales previó con lucidez absoluta. Parte de su carta de respuesta dice así: “Cuando vaya por la calle y la gente me mire para ver si soy judío o cristiano, no le puedo decir a cada uno de ellos que yo soy aquel con el que Kandinsky y otros hacen una excepción, aunque sea evidente que otro hombre, Adolf Hitler, no es de su misma opinión. Y entonces esta visión benevolente de mí no me serviría de nada ni en el caso de que, como un mendigo ciego, lo escribiera en un trozo de carbón y me lo colgara al cuello para que todos pudieran leerlo. Yo pregunto: ¿por qué dice la gente que los judíos son como sus contrabandistas? ¿Dice también la gente que los arios son como sus peores elementos? ¿Por qué se juzga a los arios tomando como ejemplo a Goethe o Schopenhauer?¿Por qué no dice la gente que los judíos son como Mahler, Altenberg, Schöenberg y tantos otros?

Y sin embargo te sumas a este tipo de cosas y me rechazas como judío. ¿Me he ofrecido yo a ti alguna vez? ¿Crees que alguien como yo se deja rechazar así como así? ¿Crees que un hombre que sabe lo que vale concede a nadie el derecho de criticar hasta sus cualidades más triviales? ¿Quién podría, de cualquier forma, quién podría tener tal derecho? ¿Cómo puede Kandinsky aprobar que me insulten, cómo puede mezclarse en una política que intenta provocar la posibilidad que se me excluya de mi natural campo de acción? ¡Cómo puede abstenerse de combatir una visión del mundo que tiene como objetivo una larga noche de San Bartolomé en cuya oscuridad nadie podrá leer el pequeño cartel que dice que yo estoy exento! Pero, ¿dónde puede llevarnos el antisemitismo si no es a la violencia? ¿Es tan  difícil imaginárselo?”.

Y como final de su carta escribe aquellas palabras que he leído en uno de los epígrafes: “Quizá os satisfaga privar a los judíos de sus derechos civiles. Entonces, ciertamente, os libraréis de Einstein, de Mahler, de mí y de muchos más. Pero hay una cosa segura: no podrán exterminar a aquellos elementos más duros gracias a cuya resistencia los judíos se han mantenido durante siglos por sí solos contra toda la humanidad”. Insisto, esta carta fue enviada a Kandinsky en 1923.

 En su viaje a EEUU –no a Palestina- Schönberg se detiene en París y retorna al judaísmo –desde 1898 era luterano-  en una ceremonia de la que existe acta en la Unión Liberal Israelita (sinagoga de la calle Copérnico) y cuyo padrino fue Marc Chagall. En carta a Alban Berg del 23 de septiembre de 1932 escribe: “Sé perfectamente a dónde pertenezco. Se me ha martillado eso tanto y tan fuerte en los oídos, que habría tenido que ser un sordo hace mucho para no comprenderlo. Y hace tiempo que pasó el que esto me causara algún pesar. Hoy me considero con orgullo un judío, pero conozco las dificultades de serlo en efecto”. Y en carta a Albert Einstein escribirá: “Vivir es, para los judíos, un deber”. Allí comenzará a hablar de “la fe de un desilusionado”. Es desde ese momento que el músico comienza a firmar Schoenberg.¿Por qué Schönberg, como Benjamin, como Adorno, como Klemperer, como tantos otros intelectuales judíos perseguidos, no se refugiaron en la futura Israel, como lo pedía Gershom Scholem, sobre todo cuando en ellos no había ninguna animosidad contra la idea del Estado? Por el contrario, Schönberg escribe en un momento de su vida una obra teatral titulada El camino bíblico, de carácter eminentemente sionista. En ella se presenta el retorno de los judíos a Neo-Palestina (territorio del reino africano de Ammongäa) bajo la dirección de un líder llamado Max Arons (El Maestro) inspirado en Theodor Herzl, quien tiene la pretensión de crear un nuevo Estado de Dios en la vieja tierra. Lo profético de esta obra son sus secuencias finales, donde el Maestro muere y su sucesor Guido, con “una máquina de rayos que asegurará la supremacía militar” (léase esto de la manera metafórica que se desee), habla en el entierro del Maestro diciendo estas palabras: “Así como Moisés no pudo pisar la Tierra Prometida, como tuvo que morir habiendo cumplido con su tarea de llevar a su pueblo hasta allí, así ha terminado la vida de este hombre haciendo realidad la Nueva Palestina. Lo que ha dejado atrás es una tarea distinta y más fácil. Para realizarla basta un Josué”. Tanto en su ópera Moisés y Aarón  (música y libreto del autor) como en El camino bíblico, Schónberg  plantea, desde su mirada personal, el conflicto entre materialismo y espiritualismo, entre el Becerro de Oro y las Tablas de la Ley, ese intento frustro de poner en evidencia lo inasimilable, pero es en Un sobreviviente en Varsovia, para recitante, coro masculino y orquesta, que dura ocho minutos, donde acusa más hondamente el dolor por el Holocausto.

Quizá, en parte, por la influencia de esa divalencia que he citado, esa polaridad Diáspora-Israel que signa toda actividad judía en el mundo, esa dificultad para asumir una vida estatal cuando uno ha sido marcado por la creatividad diaspórica, esa oposición consciente o inconsciente a hacer de lo temporal un lugar de radicación, una espacialidad focalizada, quizá es allí, digo, donde se gesta la parte más relevante de la producción e interpretación musical judía.

Su re-conversión al judaísmo inaugura en la producción musical de Schönberg su inclinación a componer obras judías. “Solo hay una manera de recurrir directamente al pasado, a la tradición: volver a empezar todo desde el principio”, dirá. Lo dice Massimo Cacciari: “¡Schönberg lo sabía bien! A la lógica eidética, háptica de Tomás, a los dioses de Occidente, que se muestran, o al Dios de la revelación encarnada, se opone escandalosamente el ¡Shemá Israel!”  (“Amarás a Yahvé, tu Dios”). Es en esa imprecación que el músico, basándose en la experiencia de la Shoá, en esa “fidelidad hasta el martirio”, que escribe: “Señor, Tú nos has elegido para servir de modelo para todos los pueblos como imperecedero testimonio del Único, del Eterno, del Omnipotente. Tú nos has dotado de perseverancia, que ha menudo ha degenerado en obstinación y ortodoxia, pero que nos ha hecho capaces de tener fe inquebrantable en nuestra tarea. Debemos permanecer tal cual somos hasta que toda la humanidad conciba a Dios como debe ser concebido, esto es, no a imagen del hombre ni como instrumento al servicio de éste”. Esa perseverancia fiel y obstinada –fiel a la ley de Moisés, a la Biblia y al mismo Schönberg- es otra de las imágenes de lo temporal que el judío lleva consigo. Schönberg hará de esa insistente temporalidad, de esa presencia a través de los siglos, fundamento de sus  obras judías, desde Un superviviente en Varsovia,1947, hasta Kol Nidrei,  diversos Salmos modernos para coro y orquesta,  De profundis sobre el salmo 130, y esa ópera notable que es Moisés y Aarón, donde el autor plantea, insisto, la oposición entre materia y espíritu, el ansia fetichista frente a las Tablas de la Ley, una de las óperas más complejas y elaboradas de la historia de la música.

No voy a extenderme sobre esta obra maestra (en la que me he detenido exhaustivamente en mi libro AEIOU. La Viena de Mahler y Freud) pero quiero resaltar que ella marca definitivamente la divalencia de la que hemos hablado. El músico comienza el segundo acto poco antes de huir de Alemania a raíz de la persecución nazi. Moisés y Aarón son, aparentemente, caracteres distintos y distantes (el primero defiende la espiritualidad de la Ley judaica, el segundo – llevado por la necesidad de que el pueblo la comprenda- la “traiciona” y degrada al materializarla mediante la acción o cuando necesita imágenes y milagros para convencer a ese pueblo de “testa difícil”. Moisés –profundamente iconoclasta- no puede admitir ninguna concesión en ese sentido. “Yo me someto a la necesidad”, dirá Aarón). No obstante, Moisés y Aarón conforman un tandem, una polaridad, un enfrentamiento dialéctico, y al decir de Adorno, es por eso que Schönberg usa musicalmente, un solo lenguaje: el dodecafónico, una única serie de doce tonos que adopta una multiplicidad notable de formas, incluyendo alguna de las fugas y canons más complejos de la historia de la música. El mismo Schönberg dirá que esta ópera es una especie de autobiografía, un dúo de sus dos mundos internos. Como dice lúcidamente Jordi Pons, musicólogo español, en su denso y profundo estudio Arnold Schönberg. Etica, estética, religión: “Ambos se pertenecen mutuamente. Eso le hace ver Aarón a Moisés: precisamente porque está vinculado a su pensamiento del Eterno, Moisés debe vivir para ver la traducción que Aarón, su boca, hace de ese pensamiento en necesarias imágenes. Además, y aunque así lo pida al Eterno, a Moisés no le es concedido el poder de renunciar a su tarea. Impotente, exclama al fin: “¡Oh, Palabra, Palabra que me falta”, que George Steiner ha enfatizado notablemente en un conocido ensayo. La palabra que le falta a Moisés es justamente el Nombre, la Palabra capaz de decir el Silencio sin traicionarlo, de decir el Silencio como Silencio, de oír lo Inaudible. Palabra ausente. Silencio que sólo se muestra. Apertura que se da únicamente en el juego entre el canto y la meditación”. Hasta aquí Jordi Pons. El silencio de Moisés y la caja de resonancia de su mundo interno que es Aarón, confluyen en un solo individuo hecho de dos partes.

Esta dualidad, insisto, esta divalencia (esta presencia de sentimientos opuestos y simultáneos), es espejo de las vicisitudes en el pensamiento y la personalidad de Schönberg y reflejo a su vez de la dualidad histórica que signa al judaísmo. Por un lado se puede componer una obra festejando el nacimiento del Estado de Israel (Tres veces mil años, nacida tres meses antes de su muerte) y agradecer con palabras emocionadas su nombramiento de presidente honorario de la Academia de Música de Jerusalén (“ha sido mi máxima aspiración ser testigo del nacimiento de un estado independiente de Israel y, todavía más, convertirme en ciudadano de ese estado y residir en él”), y por otro lado, escribir al mismo tiempo –cuando piensa en dejar EEUU- al tío de su mujer en Nueva Zelanda preguntándole por los costos del alquiler de un departamento o una casa (“con un estudio para mí”) y cuál es el coste para una familia “como la mía, con una asistenta”. Y esto, que parece pueril y anecdótico, es expresión cabal de los antagonismos y contradicciones que habitaban el espíritu de este auténtico revolucionario de la música. Expresión, a su vez, de una sensibilidad contradictoria que habitó a muchos intelectuales judíos necesitados de huir de la Europa nazi.

Sea por la existencia de dicha divalencia, sea por las contrapuestas vertientes de la situación del judío en el mundo y respecto de Israel; sea por una historia milenaria de sufrimiento y lealtad a su espera infinita; sea por la polaridad y conjunción que Moisés y Aarón dibujan con sus respectivas conductas, exaltando el primero la suprema idea de Dios como imperativo excelso de la meta definitiva del triunfo del espíritu y la aniquilación de lo materialmente prescindible, de lo meramente atado a la futilidad de los sentidos, de la imposibilidad de hacer imagen de lo inimaginable, y el segundo, más realista, representando a un pueblo que quiere y necesita creer a través de imágenes, el artista y líder encargado de domesticar la palabra, sensualizarla y hacerla llegar para ser oída y convencer. “Aarón ama a su pueblo de manera real”-me escribirá Víctor Magal desde Israel- y será el encargado de ese gesto en las fronteras de lo inexpresable que intenta, aunque fracasando, mostrar lo que está más allá de esa frontera. El personaje de Moisés, el profeta de la verdad, sabe hablar pero no cantar: demasiado puro para el arte, no puede llegar al pueblo. De ahí que encomiende a Aarón la comunicación de la Palabra a través de los sentidos. El arte, para Moisés, debía ser la vía de la palabra de Dios y no un cosmético cultural destinado a encubrir la naturaleza de la realidad. Debo aclarar, en todo caso, que Schönberg vivió desde muy joven una preocupación ético-religiosa. Desde 1912 el músico comienza a gestar un oratorio al que luego  llamó Jakobleister ( La escala de Jacob), una sinfonía oratorio cuya primera parte muestra las carencias y dificultades de los personajes en busca de la verdad (entre los cuales no falta una prefiguración de Aarón: el elegido que posee el don de la palabra). El siguiente testimonio de esta preocupación es, ya en 1926, el ciclo de Vier Stücke para coro, uno de cuyos textos dice: “No debes hacer ninguna imagen / pues una imagen limita / reduce, aprisiona lo que debe permanecer ilimitado e inconcebible”. Precisamente esta pieza es citada por Schönberg en carta a Alban Berg como prueba de que su regreso al judaísmo es muy anterior a su conversión oficial en 1933. Luego, reitero, Moisés y Aarón rubricaría definitivamente estos sentimientos.

Sea por todo esto y muchas cosas más que darán otro día nuevos estímulos a este pensamiento, los judíos han hecho de la música la búsqueda más honda y esencial de una respuesta a sus interrogantes últimos, a la vez que el lugar permisivo, libre de contrariedades, donde todo podía expresarse. Cuando en Tristán e Isolda, en el pasaje del filtro de amor, Wagner, en un momento conflictivo de la obra, ofrece una auténtica serie atonal, inicia, en la historia de la música, la revolución que llevaría a cabo Schönberg. En la desgarrada frase de violín que cierra el segundo acto de Moisés y Aarón, el siglo XX expresa toda su dolorosa, dramática vicisitud y a la vez la definitiva grandeza de una persistencia judía a través de los siglos (de la que la música ha sido referencia obligada), a la que se refiere el autor de Kol Nidre en el epígrafe de estas líneas. Quizá tenga sentido finalizar este primer acto con un pensamiento de Émile Cioran: sólo la música puede crear una complicidad indestructible entre dos seres. Una pasión es perecedera, se degrada como todo aquello que participa de la vida; mientras que la música pertenece a un orden superior a la vida, y, por supuesto, a la muerte.

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