El otro silencio
El silencio. Era el mismo silencio, el día de la partida, en el patio de la gran sinagoga que servía de lugar de agrupamiento. Locos de rabia, los nazis corrían en todas direcciones dando alaridos y golpeaban a los hombres, mujeres y niños, no tanto para hacerles daño como para quebrar su silencio. Pero la multitud guardaba silencio. Ni un grito. Ni un gemido. Herido en la cabeza un anciano se ponía de pie con aspecto despistado. El rostro ensangrentado, una mujer caminaba sin aminorar el paso. Nunca se había conocido un silencio semejante. Ni un suspiro. Ni una queja. Ni siquiera los niños lloraban, El silencio perfecto del último acto. Los judíos hacían mutis. El silencio: para siempre.
Quiero anticiparle al lector que quizá este texto (iniciado con una paráfrasis) tenga una apariencia caótica (lo he dicho alguna vez, es parte de mi DNI), lo que Diana Sperling llama un orden mútiple o un desorden contenido. Y eso se debe entre otras cosas (que, claro, más tienen que ver con mis limitaciones), con mis tendencias a asociar libremente de acuerdo al ritmo de mis sentimientos, unas veces tomando un camino o un cruce de caminos, otras un desvío que no puedo evitar y que a veces me lleva a callejones sin salida, senderos ocultos a medias transitados, elongaciones sin continuidad coherente, tentaciones que suscita lo desconocido, pero a las que no puedo dejar de inspeccionar, esos hilos sueltos que- según Sperling- muy bien pueden disparar preguntas, estimular el interés o simplemente mostrar que no se trata de llegar a ninguna parte sino de seguir la filigrana de pensamientos que se van llamando unos a otros, según lógicas no siempre evidentes (¿será éste, este rostro de la libertad, una de las razones por las que soy tan amigo de Diana?). Si quieren llámenlo falta de rigor, pero lo que no está permitido es designarlo como desinterés o desidia o desgana o negligencia o abulia o abandono, eso sí que no. Escribo como me nace y me nace como soy. Y en ello me comprometo. Y así como hemos aprendido en nuestra singular posmodernidad que sólo somos fragmentos o trozos de una unidad imposible, así yo soy un emergente de esas circunstancias, el inveterado sueño de un imposible, un ser habitado de muchos seres que quieren tomar su voz. Aclarado esto, me centro en la búsqueda de lo que llamo “el otro silencio”.
“Después de Auschwitz el silencio es una palabra ética – escribe Joan-Carles Mélich- pero para eso es necesario no tener miedo al silencio, no tener miedo a permanecer en silencio”. Al dictum de Theodor Adorno “después de Auschwitz ya no es posible escribir poesía”, Paul Celan responde con sus conmovedores versos enfrentando el “ruido” nazi con La fuga de la muerte. George Steiner en El Castillo de Barba Azul hace una crítica demoledora de lo que él llama “la sociedad del ruido”. En nuestra sociedad la música estrepitosa, el estrépito en sí mismo, el aturdimiento feroz, han pasado a ser primordiales en nuestra vida cotidiana. Lo que antes era recogimiento, pausa reflexiva, comunicación serena y valiosa y que se realizaba en entornos silenciosos y en espacios íntimos, ahora está dominados por alborotadas y rotundas vocinglerías que no tienen límite y que invaden cualquier campo habitable (es proverbial que los nazis hablaban a gritos y no sólo los SS). Estos castigos a los oídos normales son lo que Mélich llama “un nuevo esperanto”. Vivimos en un mundo (y en una cultura) donde el silencio es un lujo prohibido, una antigualla recordada pero estéril, un deseo o un anhelo oculto pero difícil de hallar.
El ruido ha creado cultura (si así puede decirse) pero esta cultura es intolerante, totalitaria, inexpresiva, ensordecedora, “anda en motocicleta” (como dice un amigo). “En todas partes una cultura sonora -dice Steiner- parece desalojar la antigua autoridad del orden verbal. El hecho enteramente nuevo consiste en que ahora cualquier música puede oírse en cualquier momento y como fondo doméstico”. El diálogo posible, la necesaria presencia del silencio en actos sustanciales del ser humano: leer, hacer el amor, asistir a un concierto, caminar por un parque, esos actos aparentemente sólidos, la instrumentación de los clásicos ritos iniciáticos del sentido de la vida, es un actual sinsentido. El silencio es un enemigo del ciudadano y del habitante de la metrópolis, es un enemigo al que parece temerse porque nos llevaría a nuestros propios interrogantes y a nuestras verdades más íntimas. Recuerdo a Lluís Duch, el monje intelectual heterodoxo del Monasterio de Montserrat, doctor en Teología y profesor de filosofía moral, pensador profundamente cristiano y humanista, autor de un pensamiento que ha calado: “Lo mejor de la religión es que crea herejes”: él, como Pablo D´Ors, son herejes. Es autor de una búsqueda que llamó “Dios después de Auschwitz” y ha insistido en que “sin ética no hay mística” y que “nadie debe sentirse extranjero”. Señala que: “el hombre no puede prescindir de construir absolutos o si se quiere decir de otra manera, la idolatría es una presencia casi constante en la vida de los seres humanos. Es decir, el intento de dominar lo indomable, de expresar colectivamente lo inexpresable, de reducir lo indefinido a definido, son todas formas que tenemos en el fondo para ejercer el poder. Los seres humanos siempre queremos una referencia a algo que consideramos intangible, la necesitamos: ¿el silencio?, es decir, siempre construimos lo sagrado, lo intocable, lo impalpable y esto es a causa de nuestra finitud. Las apetencias de infinito son evidentes en la antigua URSS, en el nacionalsocialismo o en el American way of life, en todas partes, países de ruidos. Para muchos seres humanos la noche se ha tornado tan ruidosa como el día y una habitación silenciosa un infierno y una tortura”. Hasta aquí Lluch.
Joan-Carles Mélich insiste en que hay que aprender a callar, no temer el silencio, regresar a la palabra válida y al diálogo constructivo, redefinir el concepto mismo de la cultura: se trata de un mandato imperativo. Lo dice enfáticamente: la palabra debe dejar que el silencio hable. Y señala: “La revalorización del silencio de Wittgenstein, Anton Webern y Samuel Beckett es uno de los actos más originales y característicos del espíritu moderno”. Lo complementa Paul Celan: “Digas la palabra que digas, agradece el deterioro”, sabiendo que “deterioro” es la propuesta de un nuevo escenario que no queremos admitir, diciendo palabras que parecían prohibidas después de Auschwitz (Adorno se desdijo de su imperativo ético de no volver a hacer poesía cuando escuchó El tango de la muerte), palabras contra el olvido de lo ocurrido, contra la cobarde miseria de no querer saber lo que pasó, contra la falsedad de un lenguaje deformado por los intereses creados, tratando de decir todo aquello que no querría ser dicho. Paul Celan supo que no era el lenguaje de Goebbels (el de los asesinos de sus padres y de su pueblo) el que debía expresarlo, el que debía poner en versos, e intentó crear palabras nuevas (y silencios nuevos, como Webern) al extremo de revolucionar el lenguaje alemán. ¿Acaso los pentagramas de Webern no se asoman al enigma del silencio, no hablan de lo inefable, no asumen lo ignorado, no dibujan con sigilo un ritual? ¿No es el sentido mismo de estos pentagramas? Y algo que quizá une umbilicalmente a Webern con Celan: su creación no va hacia la muerte sino que viene de ella. Ninguno de los dos murió de muerte natural y casi como un símbolo, Webern murió de un balazo de un solado yanqui borracho y Celan tirándose al Sena.
Y como alguien dijo, la poesía de Celan es para el arte poético como el Guernica de Picasso para la pintura, que a partir de ahí nada puede ser igual. Además, el “laconismo expresionista” de Webern acompaña el silencio como lo hacen los aforismos de Karl Kraus y de Franz Kafka y los versos de George Trakl y, claro, del mismo Paul Celan. Y son esos sonidos -los nacidos en el Imperio habsbúrgico de fin de siglo- los que finalizan diciendo lo que somos. Esa soberanía de la resistencia, esa sintonía honda con el diálogo necesario en medio del estrépito, esa corchea de la cultura que según mi bobe (mi abuela: que hablaba de mi barullo metafísico) regresa a nosotros mismos cuando ya no somos los mismos, cuando cambiados por enriquecimiento, más grávidos y más sensibles, aprendemos que el silencio no es mudo, que Dios – así lo decía nuestro querido Bruckner- estaba más cerca cuando callaba. Ese Dios chambón (como lo llamaba Borges) era lo suficientemente soberano como para reivindicarlo poniéndose al piano e intentar buscar un encuentro trascendente con las corcheas de Mozart o Schubert. Claro que muchos sonidos (y muchos silencios) vienen de las entrañas de la tierra y solamente los detectan los que también cavan hondo.
El silencio no es un placer (que lo es), no es un asombro (que lo es), no se trata de una pausa donde el diseñador de sueños pone en escena sus propios fantasmas (que lo es), no se trata de un enigma cantado (que lo es) y ni siquiera es un fascinante ajedrez metafísico, como decía Wagner (que lo es) : es algo que aunque lo hayamos escuchado mil veces nunca lo hemos oído, algo que nos atrae de forma magnética, algo que -me brota mi vertiente melómana- Schönberg en Moisés y Aarón dibuja dolidamente en ese grito “¡palabra que me faltas!” que cierra el drama. Siempre recuerdo aquella expresión de Miguel Morey: “Si aún es posible dialogar con la Iliada es tal vez porque no somos enteramente sólo sujetos de nuestro tiempo, sino también hombres llegados de un largo sueño de siglos”. Somos tejedores de humo (¡y qué mejor espacio que el silencio para ello!), que sabemos que encontrar es cancelar una búsqueda y que perderse es abrir las puertas hacia la percepción del enigma. La música hace oír su voz en el mismísimo tiempo que enmudece y ésa es su grandeza, su inmortalidad. Nuestra eternidad sólo es posible en ese sólo instante donde todo nace y todo muere porque sólo poseemos lo que perdemos y en ese movimiento somos deseo del deseo y fuego que se quema a sí mismo. Pero en ese instante (como dice Jankélévitch) lo somos todo. Lo dice Pablo D`Ors de otra manera: “Mientras el hombre tenga preguntas que hacerse, todavía tiene salvación, porque el potencial de nuestra soberanía es sobrecogedor”. Rafael Argullol escribe que “lo divino es una manera de mantener la riqueza que nos aporta la capacidad de interrogación”. Por eso, divino o no, es el camino de la música el que lleva al hombre a la restauración de su grandeza, es siempre un canto consolador en el sendero de retorno a la oscuridad. Pero es justamente de esa oscuridad de la que quiero hablar hoy. Esa oscuridad del mutis de los condenados, del silencio eterno que mutila millones de seres en las cámaras de gases. Ese otro silencio, ese silencio pérfido, perverso, traidor, alevoso, que paraliza las gargantas y bloquea todo intento de darle sentido a algo, de salvar algo del naufragio.
Ese ruido infernal que en cuestión de segundos se transforma en un silencio ominoso, como un sonido de la selva que primero es grito e instantáneamente es mutis. Aquellos condenados al silencio eterno, enfilados hacia la muerte, buscaban en el cielo una respuesta sobre el sentido de la vida : las respuestas religiosas (la vida sólo tiene sentido en la perspectiva de un más allá, donde todo estará bien y donde todos los errores serán reparados), las respuestas humanistas (abrámonos al avance de la cultura: lo que estamos viviendo no puede ser cierto), las respuestas vagamente hedonistas (vivamos el instante: sólo hay uno), todos ellos eran mecanismos de defensa ante la presencia de lo inexorable, ante la brutal inmediatez de la muerte. “Y cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo por media hora”, dice el Apocalipsis 8:1. “Alzando la vista hacia el cielo radiante o hacia las nubes en que yo cavo mi tumba con el bolígrafo y con la aplicación de un trabajador forzado, llamado día a día por un silbido para que hinque más hondo su pala, para que toque más sombríamente el violín y más dulcemente la muerte”, escribe Imre Kertész en Kadish por el hijo no nacido. Quiero señalar -lo siento necesario- que cuando hace poco tiempo visité a Franz Kafka en el cementerio judío de Praga, le llevé un bolígrafo para depositar sobre su tumba (por si le hacía falta, aunque muchos como yo llevaron durante años un bolígrafo al cementerio, quizá pensando lo mismo). Dice Kertész: “¿Cómo podía explicar a mi mujer que mi bolígrafo es mi país?”. Y dejé el bolígrafo sin decirle nada porque yo sabía que Franz iba a comprender.
En 1942, un intérprete amateur de violín de origen alemán hizo acondicionar un salón de música en las oficinas de Seguridad del Estado de Berlín, en la Gestapo, para tocar allí, acompañado al piano por el SS Bostramer, sonatas de Beethoven o de Schubert, Schumann o Brahms. Este intérprete amateur se llamaba Adolf Eichmann. El comandante de Auschwitz-Birkenau, el SS Josef Kramer, lloraba cuando oía Ensueño de Schumann. Josef Mengele, llamado “el ángel de la muerte”, doctor en medicina y sádico experimentador con cuerpos de niños judíos, después de enviarlos a las cámaras de gas, se lavaba las manos silbando alegremente y con una sonrisa de profunda satisfacción un aria de Verdi o una fuga de Bach, pero cuando seleccionaba gente adulta para las mismas cámaras canturreaba Puccini. María Mandel, que dirigía el campo de concentración femenino en Auschwitz, obligaba a la orquesta de mujeres a interpretar el dúo de Madame Butterfly. La directora de dicha orquesta que ella perfeccionó, fue Alma Rosé (sobrina de Gustav Mahler e hija de Arnold Rosé -primer violín de la Filarmónica de Viena durante cincuenta años- y de Justine, una de las hermanas del compositor). Alma dijo antes de perder su vida allí: “Morir carece de importancia: sólo la tiene hacer música”.
El médico sobreviviente, Margita Schwalbová, cuenta que “los sonidos que surgían del violín de Alma venían de un mundo hacía mucho tiempo olvidado. ¿Quién era, Alma? Alma, que jamás comprendió el campo de concentración. Ella vivía en otro mundo. No veía lo que pasaba a su alrededor, vivía en una especie de trance consagrada a la música. A su música“. Fania Fenelon, en su testimonio Tregua para la orquesta, escribió: “Alma en lugar de corazón tenía un estuche de violín vacío”. La misma Alma, cuando llegó por primera vez a la oficina de Birkenau -esto lo narra Helen Spitzer Tichauer, judía, miembro de la oficina del Comandante en Jefe- creyendo que iba a ser ejecutada, pidió que se le concediera el último deseo: la oportunidad de tocar el violín una vez más. Le dieron un notable instrumento -despojo arrebatado a un condenado de destino incierto- y era el primer violín que Alma tenía en sus manos desde el 12 de diciembre de 1934, cuando entregó a una mujer holandesa su Guadagnini para que lo pusiera a bien recaudo. Al oírla los funcionarios nazis le dieron la dirección de la orquesta de mujeres de Auschwitz. Sobre los campos de concentración -escribe Hannah Arendt– “un mal no tanto punible como imperdonable, ése que, en consecuencia, la cólera no podía vengar, que el amor no podía soportar ni la amistad perdonar”. Años más tarde Paul Celan escribiría El tango de la muerte, texto cumbre de la lírica alemana y universal, y poco después se arrojaría a las aguas del Sena en búsqueda de una muerte anunciada. Su encierro en campos de concentración, la pérdida de sus padres (eliminados por los nazis en los campos de Ucrania, el padre maltratado y abandonado hasta morir de tifus, la madre de un tiro en la cabeza “por no ser apta para el trabajo”, el asesinato de millones de seres humanos por el simple expediente de ser judíos), llevaron a Celan a este poema de siniestra belleza donde hace una descripción del campo de exterminio, allí, en el horror en el que él mismo había sido confinado. Esta conmovedora plegaria, este estremecido kadish (plegaria judía por los desaparecidos) calcada de la estructura musical de las fugas de Bach, retoma dos temas – la fuga y la muerte, el verdugo y la víctima, los ojos azules y los ojos ceniza- recurrentes en la tradición literaria y musical alemana.
Referencias al Fausto de Goethe (“tus dorados cabellos, Margarete”) y las composiciones de música de cámara de Schubert (La muerte y la doncella) y de Brahms (Ein Deutsche Réquiem), los lieders de Mahler (Kindertotenlieder) e incluso el Liebestod de Wagner, todas ellas parecen implícitas evocaciones de sus versos, pero lo básico es un acontecimiento descubierto por su biógrafo John Felstiner, donde una orquesta judía, en el campo de exterminio de Majdanek, era obligada a interpretar tangos durante la marcha de los prisioneros hacia los lugares de trabajos forzados y las posteriores cámaras de gas. Otra orquesta constituida por prisioneros judíos interpretaba tangos en el campo de concentración de Janowska, cerca de Czernovitz (ciudad de nacimiento de Celan), incluido el Tango de la Muerte, inspirado en una célebre melodía del compositor argentino Eduardo Blanco, de gira por Francia antes de la guerra y confidente de la Gestapo, de la que los jerarcas nazis hicieron una devoción permanente porque gustaba mucho a Hitler (hay una foto de dicha orquesta en el campo de Janowska).
Transito con cierto detenimiento este poema (que tanto me recuerda al dedicado a La cabellera de la Shoá por mi querido Félix Grande, uno de sus últimos y estremecidos poemas antes de dejarnos) porque su significación hoy es ecuménica, universalmente conocido. Celan opone dos voces: la de Margarete y la de Sulamit, un símbolo de la raza aria y figura femenina del Fausto de Goethe y de obras de Heinrich Heine y Thomas Mann y nombre de la hermana del poeta George Trakl cuyo vínculo incestuoso imposible llevaría al autor al suicidio, y en todo caso, representante conspicua de la cultura alemana; la otra, representante de la cultura semita, presente en el Antiguo Testamento, la amada de El cantar de los cantares, a la que Celan remite a su propia tradición judía que contrapone con la figura de Margarete. El poeta, desde esta dualidad, desde esta fuga. testimonia su ambivalencia frente a los problemas de la identidad. Un ejemplo cabal de ello es que su madre (asesinada por los nazis de un tiro en la cabeza, como he dicho) fue la magister ludi del aprendizaje del alemán por Paul Celan y a la que éste pidió disculpas después de su muerte, por escribir poesía en el idioma de los asesinos. En el poema Rosa de nadie, Celan escribe: “Madre, ellos escriben los poemas / Oh, Madre ¡qué suelo más extraño produce tu fruto / ¡lo produce y alimenta a los que matan!”. Como sostiene Adorno, los poemas de Celan no marchan hacia la muerte, sino que se abren paso a través de ella, la atraviesan. Es al mismo tiempo una resistencia a morir una muerte ajena y a la que se le sustraiga la propia, aunque casi siempre en Celan la muerte es la muerte del otro. Y el Otro en esos años era el judío, sus padres, sus hermanos, sus compañeros de concentración, los muertos que reclaman y lo llaman a la responsabilidad. Una huida de la propia muerte en los otros porque la muerte que nos concierne será siempre la de los otros, en tanto fuga, en tanto violín, hasta ese día aciago en que el Sena recogió su cuerpo. Su poesía es llegar al propio silencio a través de las corcheas de la muerte. Cuando esas corcheas se transforman en certidumbre, cuando la muerte se anuncia con todas sus fuerzas desplegadas. Esas dos caras que Celan dibuja son como las dos vertientes del silencio que tanto nos admira, nos asombra, nos marca y nos trastorna.
El otro silencio no es el de Bach, Mahler o Bruckner, sino el de aquel silenciamiento decretado bajo las bayonetas y las torturas. De aquello que los sobrevivientes no quisieron inicialmente hacer memoria porque era imposible hablar de lo incomprensible.
Según el concepto judío de memoria, la memoria es antes que nada un asunto hermenéutico, pues consiste en ver lo que algunos intentan considerar olvidable o menos relevante. Sin memoria las injusticias pasadas dejan de ser injusticias y, naturalmente, dejan de existir. Sin memoria nos quedamos sin identidad. El sujeto se vuelve amnésico. Sin memoria la racionalidad sucumbe. Por eso la memoria es la única jurisprudencia posible, la que impide olvidar lo que no debe ser olvidado. La que es capaz de oír el silencio de los muertos y recordarlos para que no mueran por segunda vez. Se dice que si nos quedáramos mudos, Hitler hubiera ganado su batalla póstuma. Por eso a veces insisto en que todo judío debe imaginarse constantemente a las puertas de las cámaras de gas porque alguien murió por él, es decir, por mí. El que así no lo hace vive su vida como una verdad mutilada. Hay un deseo oscuro en muchos de nosotros de anular, de negar la diferencia. Queremos asemejarnos a todos los demás, asimilarnos, incorporarnos al rebaño para perdernos y fundirnos en él, pero a lo hondo sabemos que alguien murió por nosotros y que una mínima e irrenunciable dignidad nos impulsa a recordar, aunque siempre tengamos presente aquel definitivo pensamiento de Alain Finkielkraut: “yo soy judío pero no soy un rentista del sufrimiento”.
El sufrimiento no nos otorga un pasaporte de moralidad intachable porque nuestro perfil se recorta en la acción de cada día. Tenemos obligación de recordar la Shoá -el deber de la memoria- como tenemos obligación de no dejar de lado todos los genocidios que han sembrado de muerte el mapa del mundo, cualquiera sea su origen o motivación. Aunque bien sabemos que Auschwitz no es el símbolo del terror sino el terror mismo. Auschwitz culmina el sendero fúnebre que hizo del judío el paradigma de lo abominable, cómplice del demonio, enemigo irreductible de la cristiandad. Todo tiene un límite más allá del cual sólo queda lo irreparable. Millones de personas asesinadas no son un dato estadístico: son el llamado más hondo del animal humano. Lo dijo Steiner: “En todo lo que escribo toda mi enseñanza, mi pensamiento, giran alrededor de la catástrofe de Auschwitz”. O lo dice Santiago Kovadloff de otra manera: “La vida es un hecho sobrenatural. Quien así no lo advierta reniega de su propia complejidad”. Y esa complejidad nace en el inicio mismo del silencio porque la música no es un significar sino un equívoco, un equívoco metafísico, una complejidad de niebla: ella evoca pero no significa y como está más allá o más acá del concepto, es puro enigma. Jankélevich diría (lo extraigo del ensayo de Alejandro Pardo Zapatero ¿Entiendes lo que está sonando?): “lo inefable susurrándonos verdades tan bajito que no las podemos entender. ¿Y del silencio? Mejor me callo y que siga sonando”. Finalizo con unos versos que Pardo Zapatero cita, de autor aparentemente anónimo, que me llaman la atención:
La botella ya vacía
el mensaje por descifrar
Ludwig se ha quedado dormido
Sólo quedan los pajarillos
que en el olvido están
junto al chapoteo de carcajadas
la manía y tu callar.
“Tu callar”: ¿es necesario insistir que el otro silencio es Auschwitz?
Dr. Arnoldo Liberman, Madrid, abril 2021
Arnoldo Liberman con su amigo Horacio Kohan, celebrando los 25 años de la revista judía de cultura Raíces.