El acorde que amo
“Sé muy bien lo que es estar desesperado, hecho pedazos, esclavo de la angustia, buscar la cercanía de la música y sentir un alivio al que quizá haya que considerar como cosa sagrada”.
Félix Grande
He señalado en diversas oportunidades que el ansia de plenitud que habita mi vida está dada por el instante efímero en que un acorde musical me penetra profundamente e incide en las zonas más hondas y misteriosas de mi mundo interno. En esa “eternidad del instante” todo adquiere un sentido último que nos justifica antes nuestros propios y conflictivos interrogantes. En ese instante, insisto, la muerte desaparece de la vida y todo se hace diáfano, armónico y emocionante. Un instante después la muerte reaparece en toda su siniestra magnificencia. No nos atemoriza pero ahí vuelve a estar, actriz omnipresente del drama de la vida. La muerte fluye en nuestros latidos como la dama que espera callada su momento de plenitud y mientras tanto asoma furtivamente de vez en vez su figura deletérea, como es el caso de esta pandemia.
Un acorde querido nos aleja de esa infausta presencia y es él, el acorde privilegiado, quien hace asomar otro rostro: el de la eternidad. La muerte no es un paso de lo transitorio a lo eterno, pero el acorde querido logra abrir súbita e inexorablemente la puerta de entrada a la inmortalidad como vivencia. Hemos asistido a un cambio de ritmo que, naturalmente, no neutraliza ni detiene el paso del tiempo de los relojes, pero sí nos instala en una percepción diferente de nuestra relación con el mundo y la vida. Como diría Cioran: “la música nos muestra que sería el tiempo en el cielo”.
Es una secuencia con retorno pero mientras escuchamos ese acorde querido vale en sí mismo como una totalidad. En nuestro andar cotidiano la muerte es algo que, negada o no según nuestros mecanismos psíquicos, nos acompaña en nuestro camino, calladamente como he dicho, esperando su momento, pero existe un silencio donde esa obstinada compañera de ruta cede su sitio a una vivencia diferente: el silencio de la música, el inmediato fulgor que sigue al sonido. Allí no hay otra cosa que expectativa jubilosa hecha realidad, espera anhelante y acabada, plenitud plena. El acorde querido llega a nuestro cuerpo y, ante él, todo calla.
No es el silencio del mutismo absoluto sino el silencio de Dios, aquel que está preñado de melodías lejanas y voces invisibles, que susurran al oído del melómano -ese oído al misterio- y quizá en respuesta a sus interrogantes, algo imperceptible e inenarrable, las armonías de la eternidad, ese cántico venido de lejos como si fuera la música del silencio, esa música callada de la que hablaba Mompou pensando en San Juan de la Cruz. Lo indecible hace balbucear a los hombres, escribe Vladimir Jankélévitch.
Para mí no hay derrota más sonora de la muerte que la que produce el acorde querido. No se trata sólo de un instante de paréntesis emocional donde la vida late en toda su grandeza sino de una multiplicidad de sentimientos que sólo su presencia trascendente puede producir. No se trata de la pueril y torpe omnipotencia de vendernos una mentira y un autoengaño impresionistas sino de transformar esas argucias en el pasaporte hacia la plenitud, ese espacio donde la muerte calla. Y la música es la gran portadora de ese carné de identidad donde podemos ser momentáneamente dioses. En ese momento la muerte es alejada por nuestro acorde querido.
Claro que no se aleja para desaparecer sino para darnos esa oportunidad de sentir que estamos hechos de un imponderable latido cósmico, que moriremos igual pero que no moriremos de la misma manera, que llevaremos en las alforjas de nuestra intravida esos instantes en los que sabemos que no todo es extinción, que no todo es tumba, que ese haz de percepciones que hemos vivido nos hace sentir absolutos. Cioran diría que somos espectros apasionados y Borges que “somos muerte que anda luciendo”, pero es justamente la pasión – la disposición a la pasión- la que nos regala ese triunfo sobre lo perecedero. Esa red que nace desde nuestras propias raíces, crea un espacio metafísico, donde no hay imagen concreta posible sino subjetividad hecha fantasmática. “Ninguna imagen te puede dar una imagen de lo inimaginable”. decía el Moisés de Schönberg. Se refería a Dios. Pero quizá la expresión valga también para nuestro vínculo con nuestro acorde querido. Y ante lo inimaginable sólo podemos atinar a brotar metáforas que se mueven al borde del enigma, en ese límite misterioso, mientras nuestro oído capta el acorde que, súbitamente, develará a la vez el mayor de los triunfos y la más inmediata de las derrotas.
La emoción de la plenitud se da justamente en ese gozne donde nada se revela ciertamente, porque – como dice Eugenio Trías- entre la revelación y aquello que no puede ser revelado sin que lo bello se destruya, allí está nuestro oído. Allí, en ese gozne, habita nuestra inquietud más honda: ponerle una palabra a esa vivencia, encontrar aquel verbo que todo lo diga, transformar el oído en el conducto que nos lleva al centro de una especulación filosófica que nos permita acercarnos a lo lejos de un imposible, como decía Cicerón.
El gozo en estado absoluto, el instante albergando el rostro de la eternidad, sí, en ese súbito instante somos dioses, demiurgos, allí donde el éxtasis trasciende toda respuesta, allí donde albergamos intimidades, secretos no conocidos, resonancias insolubles, fantasmas, lo que Steiner llamó las sinapsis de la sensibilidad. Una hoguera no modifica la oscuridad pero nos ayuda a acompañarla. Por eso dice Michel Butor que toda obra musical está rodeada de una nube verbal o las últimas palabras de Jacqueline du Pré antes de morir: “Sí, amo las palabras”. Digo yo: ¿Qué palabra puede darle credencial al acorde querido? ¿Será un antónimo de pandemia? ¿Beethoven? ¿Wagner? ¿Mahler? ¿Bruckner?