Leyendo un fragmento de Iluminaciones de Walter Benjamin, donde se hacia una reflexión sobre El Castillo de Kafka, se me ocurría que lo que había separado a Walter Benjamin del nazismo había sido la muerte, y que esa separación sería infinita, porque siempre lo había sido, porque no hay en este texto ninguna mención a algo parecido a aquello que se cernía sobre él como una sombra amenazante, no hay en definitiva ninguna sospecha y por tanto ninguna maldad. La misma extraña sensación me produce leer El Quijote. ¿En qué lugar puede uno encontrar alguna huella de rencor o resentimiento por haber pasado Cervantes una larga y dura etapa de su vida en prisión en tierra extraña? ¿Cómo de alejado se encuentra un escritor cuando escribe de sus condiciones de cautiverio? Y para sus captores o, como en el caso de Benjamin, para sus perseguidores ¿cómo se hayan en ellos de presentes estas almas libres?
Es un enigma, sin duda, el que oculta las razones de este odio y esta aversión hacia figuras prominentes de la Historia, cuya pasión fundamental se halla tan alejada del mundo que otros quieren dominar, y que ellos hubieran cedido gustosos de haberlo podido hacer completamente mientras ejercitaban al mismo tiempo su amor por la escritura. Pero desgraciadamente en un mundo tan grande como el mundo que habitamos, que incluye la distancia insondable de la Historia y la conciencia infinita de los hombres, no había un lugar para Benjamin, no podía su escritura contagiarse de su amor por Kafka completamente, porque le faltaba o le sobraba algo excesivamente. Tanto, que su vida suponía un peligro para el régimen nacionalsocialista. Pero es que es muy difícil, leyendo a Benjamin, ver asomar el fantasma de sus enemigos, porque no hay en su prosa nada que no haga soñar.
Solamente, podría ser que sus palabras escaparan a ese muro que crean los accidentes geográficos y que llamamos “nación” que hace crecer en su seno particularidades y costumbres diferenciales y que se convierten por contraste, no en variedades visitables divertidas y encantadoras de gestos y giros únicos como en el teatro, sino en signos de supremacía y distinción mas allá de toda duda, y muy pronto en categorías y verdades universales. Eso puede ser. Que alguien tomara en su mano el derecho a imponer “su justicia”, frente a la multiplicidad que descansa en la subjetividad y que despliega un paisaje interno con tanta belleza y armonía como pueda mostrar el mundo real, sin imponer en esa exploración sus reglas y condiciones, sino dejando que cada elemento encuentre su lugar conforme a su capacidad.
Así Benjamin confraternizaba con Kafka y nosotros con Benjamin, mientras en el mundo alguien podrá dedicarse a buscar culpables, de algo que los escritores no son responsables, pues lo que los escritores dejan no puede ser tan grave que suponga una amenaza, ni para la vida, ni para la eternidad.